
Así pues, el embajador español presentó ante el Santo Padre, en nombre de sus reyes, dos tentadoras ofertas. Una de ellas, la de enviar tropas en caso de necesidad. La otra, a la que sin duda se rendiría un Papa tan celoso del porvenir de sus propios hijos como lo era Alejandro VI, consistía en dar a dos de éstos los mejores puestos en la sociedad española. En contrapartida, los reyes de España exigían, entre otras muchas ventajas (trazado de la línea divisoria de las zonas de influencia entre España y Portugal, dispensas matrimoniales que permitieran casar a los infantes con parientes de segundo grado, etc...), estas otras tres fundamentales:
1. Que se concediera a los reyes el derecho de patronato sobre todas las iglesias de España. Esto significaba que en adelante ellos monopolizarían todos los nombramientos de obispos y dignidades eclesiásticas mayores en sus territorios.
2. Que se facultase a los reyes para designar comisarios que llevasen a cabo la reforma eclesiástica en España.
3. Que se les concediese, finalmente, la facultad exclusiva de dar validez a los títulos universitarios que confirieran las universidades de sus reinos Salamanca, Valladolid y Lérida, de modo que se anularan automáticamente los grados concedidos por el pontífice a personas carentes de los méritos necesarios.
Alajandro VI aceptó, sobre todo cuando los reyes ampliaron sus ofertas a los hijos del Papa en los siguientes términos: César Borja sería promovido al arzobispado de Valencia. A Juan Borja, duque de Gandía, se le propuso matrimonio con María Enríquez, perteneciente a la rama española de la casa de Aragón. Jofre Borja casaría con Sancha de Aragón, princesa de Esquilache, miembro de la rama napolitana de la dinastía aragonesa. El Papa, impaciente por ver a sus hijos entroncar con la casa real de Aragón, concedió a los reyes todo lo que pedían e incluso consintió en que no se difundiera en España ninguna bula pontificia hasta tanto no autorizase su publicación la censura real.
Los matrimonios se celebraron a toda prisa. El de los príncipes de Esquilache resultó un auténtico desastre: Jofre era manirroto y Sancha, demasiado encariñada con uno de sus servidores, dio buenos quebraderos de cabeza al suegro del Papa. El de Juan y María también fracasó: Juan se sintió defraudado al no ver realizado su deseo de que se le concediera el señorío de Granada. El lujo con que vivía contrastaba con la sencillez de vida que reinaba en el hogar de Isabel y Fernando. Mientras estuvo en España no dejó de suspirar por Italia ni de contar los minutos que le faltaban para volver a Roma. Su mismo hermano, César, tuvo que reprenderle por su mahyor afición a visitar prostíbulos y a jugar a los dados con truhanes de la peor ralea, que a la administración de sus cuantiosos bienes. Por fin volvió a Roma en 1496, para morir, al año siguiente, asesinado en misteriosas circunstancias. Su viuda, María, consumió su vida educando a los dos hijos que Juan le dejó. Uno de ellos se convertiría en el famoso San Francisco de Borja, por cierto.
Los resultados de la amistad con Alejandro VI pronto se advirtieron. El Papa concedió la investidura del reino de Nápoles a Alfonso de Calabria, hijo de Ferrante, muerto en 1494. Frente a las pretensiones francesas, Alejandro esgrimió amenazador sus poderes eclesiásticos. Finalmente se alió con Nápoles y Florencia para hacer frente al inminente conflicto.
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