18 may 2015

FERNANDO EL CATÓLICO, REY DE NÁPOLES (I)

Al conocer Fernando el Católico que Fadrique había entrado en contactos con el sultán de los turcos, envió embajadores al rey de Francia con la propuesta de destronar a Fadrique como traidor a la causa cristiana y la de repartir su reino entre Francia y Aragón. Francia aceptó y, en consecuencia, se firmó el Tratado de Granada, que consumaba el reparto de Nápoles. Venecia y el Papa ratificaron el acuerdo. Fadrique fue llevado a Francia, donde murió en 1504.
Gonzalo de Córdoba, al frente del ejército español, formado por las tropas del norte, la región que menos pérdidas había sufrido durante la guerra de Granada, ocupó la zona asignada a Aragón.
Ahora bien, tanto Luis como Fernando aspiraban al dominio total de Nápoles. El Tratado de Granada, que, por otra parte, era confuso y ambiguo, no sería respetado a la larga. No se especificaba en él cuál de las dos potencias dominaría algunas de las provincias del reino, como por ejemplo Capitanata y Basilicata. Los franceses se adelantaron a ocuparlas. Gonzalo, que por orden expresa de Fernando no quería adelantarse a romper las hostilidades, se replegó a Barletta, lugar adecuado para recibir refuerzos e iniciar la ofensiva en el momento oportuno.
Los franceses rodearon la ciudad. Durante el asedio menudearon los incidentes caballerescos, como el conocido desafío de Barletta, torneo en el que se enfrentaron once caballeros franceses contra otros tantos españoles, para demostrar quiénes de los dos eran mejores caballeros. A la puesta del sol los españoles llevaban ventaja sobre los franceses, pero como éstos seguían defendiéndose atrincherados tras los cadáveres de sus caballos, los jueces dieron por terminado el combate declarando que unos y otros eran igualmente buenos.
Hartos de asedio, los franceses se presentaron un día ante las murallas desafiando a los españoles a una batalla campal. Gonzalo no hizo caso de las fanfarronadas francesas, pero cuando se retiraban les hizo caer en una emboscada de la que pocos escaparon. Al mismo tiempo, la flota francesa era destruida en Otranto por la armada española. Los esperados refuerzos ya estaban camino de Barletta.
El 28 de abril de 1503 Gonzalo salió de Barletta con todo su ejército. Atravesó el campo donde siglos atrás había ganado Aníbal la famosa batalla de Cannas. Se detuvo junto a Ceriñola, donde ordenó levantar un campamento fortificado. Apenas tuvo dispuesto lo necesario, el ejército francés, dirigido por el valeroso duque de Nemours, les atacó según la táctica tradicional. Al topar con las trincheras españolas ordenó bordearlas buscando una entrada al campo español. Su flanco quedó expuesto al fuego de los tiradores españoles. El mismo duque de Nemours murió de un arcabuzazo. La infantería francesa tampoco resistió el fuego español. La caballería ligera se retiró, perseguida de cerca por la española.
Gonzalo fue recibido triunfalmente en Nápoles, donde todavía resistían los franceses en el Castillo d'Ovo y en el Castillo Nuevo. Pedro Navarro, capitán español al que los italianos consideraron el inventor de las minas, hizo volar los bastiones con sus explosivos. Las tropas penetraron por las brechas y redujeron a los últimos resistentes.
Como consecuencia de la conquista de la capital del reino, Fernando el Católico fue reconocido Rey de Nápoles; el pueblo y la nobleza le juraron fidelidad.
Luis XII, por su parte, hizo un esfuerzo supremo. Pretendía atacar al mismo tiempo a España por tres frentes distintos: Navarra, el Rosellón y Nápoles. De este modo pensaba obligar a Fernando a distraer en lass fronteras peninsulares unas tropas que habrían sido necesarias para reforzar las que Gonzalo de Córdoba tenía en Italia.
Los diplomáticos de Fernando se ganaron, sin embargo, la neutralidad de Navarra, de forma que cuando las tropas francesas intentaron invadir el pequeño reino por el valle del Roncal los mismos montañeses les obligaron a retroceder. En el Rosellón, el duque de Alba se mantuvo a la defensiva hasta que llegaron refuerzos. Los franceses, que nunca habían visto en su frontera con España un enemigo tan numeroso, se vieron obligados a firmar una tregua que no afectaría a Nápoles.
En julio de 1503 un fuerte ejército francés penetró en Italia al mismo tiempo que una poderosa flota zarpaba de Génova rumbo a Nápoles.
Como de costumbre, Alejandro VI se dispuso a sacar el mejor partido de la situación. Mientras que, por una parte, daba largas a la propuesta de alianza que Fernando le hizo, le concedió una indulgencia con la que ayudaba a costear los gastos del ejército español en Nápoles. Simultáneamente, su hijo César andaba en tratos con Luis XII, a cuyo ejército pensaba unirse. La última razó que movía al Pontífice a tan ambigua actitud no era otra que la de consolidar en manos de su hijo César los territorios que éste acababa de conquistar. Pero una circunstancia imprevista vino a echar por tierra todos sus planes. Aquel verano los fuertes calores contribuyeron a que la malaria, enfermedad endémica en Roma y sus contornos, se recrudeciese. El Papa y su hijo cayeron enfermos. El primero murió. César, si bien pudo superar la enfermedad, se vio inmovilizado precisamente cuando más necesaria era su intervención.
Los cardenales, resistiendo las presiones de Francia y de España, nombraron Papa a un cardenal italiano, Pío III, que murió al mes siguiente. En un segundo cónclave fue elegido Juliano della Rovere, al parecer gracias a las dádivas que oportunamente distribuyó entre los electores. Como tributo de admiración a Julio César, el nuevo Papa tomó el nombre de Julio II. Era sobrino del difunto Sixto IV, a cuya sombra había escalado las más altas cumbres del poderío eclesiástico.
Julio II, mecenas de grandes artistas, tenía alma de emperador y guerrero más que de sacerdote. Durante el cónclave que lo eligió, los cardenales, jugando con las opuestas presiones de Francia y España,habían conseguido ya que César Borja se alejase de Roma. Una vez que Julio II se sentó en la silla de San Pedro, su política se dirigió a media entre los franceses y los españoles y a arrebatar a César el poder que usurpaba sobre los Estados Pontificios.
César cayó, posteriormente, en manos de Gonzalo de Córdoba, que lo envió preso a España, donde fue encerrado en el castillo de la Mota, en Medina del Campo, en 1504. De allí escapó a Navarra, donde moriría oscuramente después de una escaramuza entre dos grupos rivales navarros.

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