
Durante su estancia en Nápoles, Fernando puso los cimientos de la organización administrativa y judicial por la que se acabaría gobernando el reino. Los señoríos ocupados por los castellanos desde los días de la conquista pasaban a manos de los barones napolitanos que habían seguido antaño el partido anjevino. Los españoles fueron idemnizados e invitados a volver a Castilla. Ya de camino hacia España, obtuvo del Papa el capelo cardenalicio, con el que premió a Cisneros sus últimos servicios. También se nombró a éste inquisidor general, con lo cual el anciano obispo de Toledo reunió en sus manos todas las riendas de la Iglesia española.
La comitiva pisó tierra en Valencia el 20 de julio de 1507. Fernando no se apresuró a volver a Castilla. Descansadamente se fue acercando por tierras de Teruel, penetrando por las del Alto Duero, donde, al predominar las tierras de realengo sobre las de señorío, esperaba ser recibido con mayor entusiasmo. En seguida se evidenció la adhesión y el afecto de la población urbana al monarca aragonés, que ahora volvía triunfalmente a Castilla.
Los grandes y prelados del reino acudieron a recibir a Fernando conforme éste atravesaba las tierras de Castilla. En Tórtoles salió a su encuentro la reina Juana. La entrevista entre ambos tuvo lugar al filo del amanecer, porque Juana no consintió, ni siquiera entonces, abandonar sus macabras obsesiones. Desde su ataúd, sobre la fúnebre carroza, Felipe pudo presenciar el reencuentro entre padre e hija. Cuenta Pedro Mártir que el rey se quitó el bonete que llevaba y Juana se echó a los pies de su padre para besárselos. Fernando se lo impidió, la alzó, la abrazó y así estuvieron un buen espacio de tiempo. Al parecer, Juana entregó a su padre en aquella ocasión todos sus poderes. Fue el gesto que acabó con la resistencia de los que recalitraban aún. El mismo Don Juan Manuel, refugiado en la corte de Maximiliano, fue invitado por Fernando para que viniera a ponerse a su servicio. Los que durante los difíciles días que siguieron a la muerte de Felipe cometieron actos de violencia y los levantiscos nobles andaluces fueron castigados severamente. Así, por ejemplo, don Pedro de Córdoba, marqués de Priego y sobrino del Gran Capitán, a quien Fernando sentó la mano sin contemplaciones, desterrándolo a Córdoba de por vida y arrasando la fortaleza que poseía en Montilla.
Su tío poco pudo hacer por él. La verdad es que por aquellos días no gozaba de la gracia de don Fernando, hasta el punto de que Gonzalo, en un momento de despecho, observó que "tenía bastante crimen don Pedro con ser pariente mío". El hecho es que Fernando no otorgó a Gonzalo las compensaciones que le había prometido por sus servicios en Italia. Desengañado y portergado, pasó el resto de su vida entre Granada y Loja, hasta que le llegó la muerte el 2 de diciembre de 1515.
Fernando debería permanecer como regente de Castilla hasta 1520, fecha en que su nieto Carlos se haría cargo del reino. La muerte le impediría llegar a esa fecha. Pero hasta 1516, año en que dejó este mundo, Fernando desplegó una intensa actividad que afectó no sólo la política interna del país, sino también sus relaciones exteriores. Su gobierno restableció la línea de autoridad y casi de absolutismo que había caracterizado los días en que reinaba junto a Isabel.
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