12 abr 2015

LAS CAPITULACIONES DE SANTA FE (I)

Colón llega por mar a Palos de Moguer, con la intención inmediata de dejar en Huelva a su hijo Diego en casa de Violante Moniz, hermana de la difunta Felipa. A mitad de camino entre Palos y Huelva, Colón se detuvo en el monasterio franciscano de La Rábida, donde conoció a fray Juan Pérez. Éste hizo venir al médico de la villa, García Hernández, y a fray Antonio de Marchena, hombres aficionados a la cosmografía, que oyeron complacidos a Colón y fueron, desde ese momento, sus primeros amigos y protectores.
Con las cartas de recomendación que éstos le dieron para los duques de Medinacelli y Medina-Sidonia, Colón prosiguió viaje hasta Sevilla. Por entonces se buscaba la vida vendiendo "libros de estampa", es decir, impresos, artículos que en aquellos días eran una auténtica novedad. El duque de Medina-Sidonia estaba a la sazón tan ocupado en la guerra de Granada, que apenas pudo atender a Cristóbal. Pero el duque de Medinacelli lo llamó a su palacio y le ofreció su ayuda, con tal que los reyes autorizasen el proyecto, aunque ellos no quisieran hacerse cargo del mismo. El duque, además, escribió a la reina y ésta accedió a recibir a Colón. El hecho tuvo lugar en Alcalá de Henares.
En principio, los reyes se interesaron por su plan; sin embargo, desde el momento de su llegada a la corte hasta la firma del acuerdo decisivo con los monarcas, pasaron algunos años de retrasos y dificultades, debidos sin duda a los tres reparos fundamentales que ofrecía el proyecto: jurídico, técnico y económico.
Desde el punto de vista jurídico, el plan de Colón parecía opuesto a lo acordado en el Tratado de Alcaçovas de 1479. Isabel, deseosa de aclarar el aspecto ético de la empresa, consultó a sus juristas para que resolvieran "sus dudas de conciencia". Los letrados castellanos al final le dieron viabilidad ética a la navegación por vía marítima, al tratarse de un "mar libre". No fue eso sólo. Estudiando la cláusula de Alcaçovas desde puntos de vista nuevos, no sólo no vieron en ella reparos jurídicos, sino que forjaron la idea de un señorío castellano sobre "las dichas mares océanas", tal como aparece estampado sin rebozo en las mismas capitulaciones de Santa Fe. Buena prueba de que la mentalidad de este reino cabalgaba, en aquellos lustros, al mismo ritmo que todas las empresas de sus reyes, dejando atrás la letra de los tratados.
El examen técnico del proyecto corrió a cargo de una junta experta en cosmografía y ciencia náutica e integrada también por algunos letrados. Su presidente era fray Hernando de Talavera, el confesor de la reina. Esta comisión seguía a la corte en su incesante deambular, y así sus reuniones tuvieron lugar en diversos lugares. Colón, consiguientemente, tuvo que seguir también a la corte y esperar el dictamen de la comisión, después de las reuniones que se celebraron en Salamanca, Córdoba y tal vez algún otro lugar.
El error principal de Colón era el mismo en el que habían caído otros expertos, entre ellos Tolomeo, Toscanelli, Alfragano y José Vizinho, discípulo y continuador de Abraham Zacuto. Se refería a su equivocada apreciación de las dimensiones del globo terrestre y a la igualmente equivocada distribución de las tierras y los mares en su superficie. Y éste fue el motivo de que rechazaran su plan.
Sin embargo, Colón no perdió por ello la estimación de la corte. Mientras la siguió, durante aquellos años hizo profunda amistadd y puso al corriente de sus proyectos a numerosos e influyentes personajes de la misma, entre los que figuraban Pedro Fernández de Mendoza, el gran cardenal de España; don Alonso de Quintanilla, contador mayor; don Gutierre de Cárdenas, comendador de León; fray Hernando de Talavera, el ya mencionado confesor real y presidente de la comisión de expertos; fray Diego de Daza, preceptor del príncipe don Juan, y el caballero aragonés Luis de Santángel, escribano de ración al servicio de don Fernando, perteneciente a una familia de conversos valencianos. En ellos encontró Colón buenos valedores que, en mayor o menor grado, intervinieron ante la reina apoyando al entusiasmado navegante.
A pesar de ello, Colón no podía menos que sentirse desamparado en vista de que volvían a cerrársele las puertas. Por entonces envió a su hermano Bartolomé buscando ayuda a Francia, igualmente sin resultado.
Estando en Córdoba en 1487, Colón conoce a una joven cordobesa, Beatriz Enríquez de Arana, hija de unos labradores originarios de Vizcaya. Enamorada del genovés, no sólo le dio un hijo, Fernando, sino que además le ofreció parte de sus bienes para ayudarle a financiar su empresa. La figura de esta mujer, iluminada por su amor y su fe en quien entonces no era más que un pobre extranjero con la cabeza llena de sueños y la bolsa vacía, parece especialmente entrañable, sobre todo por el hecho de que su noble conducta no fue correspondida en absoluto ni por Colón (que desde la cumbre de su fama nunca accedió a casarse con ella, aunque luego la tuvo en cuenta en su testamento para recomendarla a su hijo don Diego) ni por su mismo hijo Fernando, que "sintió por su madre el mayor desvío, hasta el extremo de no incluir su nombre en el epitafio que él mismo redacto con tanta ingratitud como vanidad" (Aguado Bleye).
Colón vuelve a Portugal en 1488 con un salvoconducto firmado por Juan II, por el que sabemos que tenía algunas cuentas pendientes con la justicia portuguesa. Al parecer insistió en sus demandas ante la corte lusitana sin que le hicieran caso alguno. En 1489, ya de regreso en Sevilla, los Reyes Católicos le otorgan un documento para que, en su peregrinar tras la corte, se le facilite alojamiento a los mismos precios que pagaban los justicias y regidores de los concejos.
Los reyes, entretanto, dedicados en cuerpo y alma a la guerra de Granada, no podían prestar a Colón la atención que éste les reclamaba. A punto de abandonar, el marino acudió de nuevo a sus amigos de La Rábida, fray Juan Pérez escribe entonces a la reina y esta le hace venir al campamento de Santa Fe. No sabemos qué palabras mediaron entre la reina y el fraile. El hecho es que Isabel envió a Colón 20.000 maravedís, mandándole volver a la corte.
El 2 de enero de 1492 Colón pudo presenciar personalmente la salida de Boabdil de Granada y la entrada de los reyes en la ciudad. Inmediatamente después los reyes ponían sobre la mesa el proyecto de Colón. Sólo quedaba un problema por resolver, el económico, y, dentro del mismo, el de las condiciones que el navegante trataba de imponer para seguir adelante. A todos sus amigos parecían exageradas, pero Colón no cedía un ápice:

"Pensando lo que yo era -escribiría más adelante-, me confundía mi humildad; pero pensando en lo que llevaba, me sentía igual a las dos coronas".
Colón arriesgaba demasiado en aquella empresa. Su vida y su fama le iban en ello. Por otra parte, era mucho lo que ofrecía, sobre todo en unos momentos en los que las finanzas reales no se encontraban muy fuertes, después del esfuerzo bélico de casi una década. Tenía, pues, buenos motivos para mantenerse terco en su postura. Los reyes estuvieron a punto de despedirlo con viento fresco. Es más, le mandaron decir que se fuese en buena hora. Y así lo hizo Colón. Pero en este momento, Luis de Santángel intervino ante la reina en favor del genovés. Inmediatamente, un alguacil salió en su búsqueda y le hizo volver cuando ya iba por Pinos Puente (Granada), camino de Francia. Acto seguido comenzó la redacción del contrato entre Colón y los reyes.

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