23 nov 2014

ALFONSO X EL SABIO (V). EL ASUNTO GIBELINO

En Italia todo era un ir y venir de mensajeros, un hacerse y deshacerse de alianzas. El papado veía cada vez más preocupado cómlos gibelinos triunfaban en el sur de Italia en torno a los últimos miembros de la familia Hohenstaufen: Conradino, nieto de Federico II, y su tío y tutor, Manfredo, antes de que murieran, éste en la batalla de Benevento en 1265 y aquél ejecutado públicamente en Nápoles tras la batalla de Tagliacozzo, en 1268. En su lugar la casa de Anjou, a la que el papado se había entregado plenamente, iniciaba un período de odiado dominio para los italianos. En la Toscana, los gibelinos ganaban posiciones al hacerse en 1260 con el gobierno de Florencia, con lo que se satisfacían los deseos de Pisa, y Alfonso X, que no había sido ajeno al triunfo, saldaba su deuda con los pisanos, primeros promotores de su candidatura imperial. Ello permitió al rey de Castilla, cuyo gibelinismo no pasaba de ser ocasional, buscar un acercamiento a roma, única que en aquel momento tení en sus manos la solución. Una embajada llegada a la Ciudad Eterna recibió de Aljandro IV la promesa de que se obraría con justicia. Lo que el Papa pretendí era que ni Alfonso ni Ricardo de Conrwall, su contrincante, se vinculasen al partido gibelino. Por otro lado, la política pontificia en el sur deItalia a favor de los argevinos alarmó tanto los miembros de la familia de Federico II como a los catalanes, cuyos intereses apuntaban cada vez más hacia la expansión mediterránea y temían con razón que cualquier otro se les impusiera. La consecuencia lógica fue el acercamiento de los catalanes y los Hohenstaufen: el infante don Pedro, heredero de Jaime I, casaba con Constanza, hija de Manfredo, comprometiéndose de lleno del lado gibelino, en la lucha que se avecinaba. Alfonso X vio con malos ojos esa actitud del príncipe aragonés, e incluso llegó a maniobrar en contra de Manfredo, ya que la conducta de ambos comprometía su propia postura, cada vez más complaciente hacia el pontificado. Un nuevo Papa, Urbano IV, de origen francés, acababa de subir al trono de San Pedro. No tardó en comprender que le interesaba secundar la postura del rey castellano, pero sin comprometerse demasiado. Había que dar largas al asunto y mantener el pleito en el aire. Parecía como si a nadie interesase en aquel momento que se nombrase emperador. A nadie, excepto a los pretendientes, claro.
Urbano IV había conseguido erigirse en árbitro de la cuestión, y tanto Ricardo de Conrwall como Alfonso X enviaron en 1263 sus embajadores con títulos y razones que alegaban en pro de su derecho. Con toda la parsimonia curialesca, y sin desdeñar el recurso a ciertas tretas, se iba difiriendo la solución definitiva. Fue un largo paréntesis que llenó aquella década, durante el cual el rey de Castilla esgrimió en vano sus mejores razones jurídicas y su mejor disposición de ánimo hacia el pontificado. Por éste desfilaron dos papas franceses, ya que a Urbano IV le sucedía en 1264 Clemente IV, con lo que el apoyoa la causa de Carlos de Anjou se hacía cada vez más ostensivo. Ésta recibía también por entonces la colaboración del infante don Enrique, que de Castilla había pasado al servicio del rey de Túnez y que ahora se ponía al de Carlos de Anjou. Aprovechando el debilitamiento que el partido gibelino experimentaba, el papadopudo dejar los disimulos y declarar sin ambages que el rey de Castilla carecía de derechos hacia el Imperio. Esto ocurría el 18 de junio de 1267.
Por entonces tenía lugar un repentino y virulento rebrote del gibelismo en Italia. El infante don Enrique pretendió de Carlos de Anjou el trono de Cerdeña. Siéndole negado, se apoderó de Roma, apresó a los cardenales y asaltó el palacio del Sumo Pontífice. al mismo tiempo, su hermano Fradrique marchó a Sicilia para sublevar la isla en nombre de Conradino, último superviviente de los Staufen. Conradino regresó a Italia, acompañado de su primo, el duque de Austria y muchos alemanes. Mas fue derrotado por Carlos de Anjou y hecho prisionero en la batalla de Tagliacozzo. Ambos príncipes fueron degollados públicamente en la plaza de Nápoles en 1268. Desaparecido Conradino, sus derechos recaían, por diversos capítulos, dsobre príncipes españoles: Alfonso X el Sabio y Pedro III de Aragón.
Commo si la tragedia de Nápoles, cuya crueldad se excedía de lo usual, hubiera sacado al rey Sabio de sus sueños de legalidad y justicia, a partir de ese momento se percibe en él una energía y un dinamismo inusitados. Decidido ya a romper de una vez con Carlos de Anjou, se produce un acercamiento a la política catalana que dirigía por su cuenta el príncipe Pedro, heredero de la corona aragonesa. Entre los dos promueven la resistencia de las ciudades italianas y consiguen que en 1271 un buen número de ellas organicen una liga para defender su libertad. Alfonso les dio dinero y hombres. Más de 2.000 castellanos marcharon a luchar en unión de la liga contra los argevinos. Al año siguiente, en abril de 1272, moría Ricardo de Cornwall, con lo que Alfonso X quedaba como único candidato electo. También desaparecía el Papa francés, y en su lugar era elegido un lombardo, Gregorio X. El rey de Castilla estaba dispuesto a realizar un supremo esfuerzo para ser reconocido emperdor, sobre todo ahora, que las dificultades parecían allanársele. También, aunque tarde, parecía que iba a echar mano de la fuerza, él que durante tantos años había visto cómo su paciente argumentación legal era recibida con sarcasmo y menosprecio. Así que a las fuerzas acumuladas en Italia añadía, en 1273, otros 1.200 jinetes.
Sin embargo, el nuevo Pontífice, lejos de intimidarse, se mostró más enérgico y hostil que sus predesores. Gregorio X se había trasladado a Lyon, donde se celebraba un concilio ecuménico. Allí acudieron los representantes de Alfonso X, quienes no obtiveron el menor apoyo para su causa. el Papa trató incluso de influir sobre la reina de Castilla para que disuadiera a su marido del empeño. Por otro lado, fomentó la elección de un nuevo emperador, que tuvo lugra el 1 de octubre de 1273, y recayó en Rodolfode Habsburgo, quien fue inmediatamente reconocido como rey de romanos por el Papa. Alfonso se decidió a jugar su última carta. Solicitó subsidios extraordinarios de las Cortes, que le fueron concedidos, y decidió marchar personalmente a reclamar sus derechos ante el Pontífice. El viaje no carecía de sentido, ya que el Concilio de Lyon tenía como uno de sus objetivos solucionar el pleito del Imperio, como paso previo a la organización de una cruzada que habría de dirigir el propio emperador. Gregorio X accedió a la entrevista que le fue solicitada, y señaló para celebrarla la ciudad de Beaucaire. Allí estuvieron durante los meses de junio y julio empeñados en largas discusiones, de las que le rey deCastilla no obtuvo ningún resultado positivo. Estando ocupado en estos menesteres, llegaron de España noticias alarmantes. Los benimerines, atraídos a la Península por el rey de Granada, amenazaban la frontera de Castilla. Alfonso X no insistió más. Aunque su propósito no era la renuncia definitiva, fingió en aquel momento que abandonaba sus pretensiones imperiales e hizo ante el Papa una renuncia verbal. Pretendía con ello que éste le concediera la décima parte de las rentas eclesiásticas, a fin de aliviar sus maltrechas finanzas y atender a los gastos que se avecinaban en la guerra contra los musulmanes. Desilusionado, el monarca español reemprendió el regreso a su tierra. Toavía abrigaba en su interior algunas esperanzas. El perspicaz Gregorio X lo adivinó, y encargó al arzobispo de Sevilla y al infante don Manuel que le hicieran volver a la realidad. No fue muy difícil. Cansado y agobiadopor los próximos acontecimientos, que sembraron de amargura sus años postreros, Alfonso X el Sabio dejaría que sus sueños de ser emperador de Alemania huyesen por la senda de los imposibles.

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