
Como tantas veces, la verdad quizá esté en el término medio. La población hispanorromana fue, sin duda, duramente castigada en los dos años que duraron aquellas correrías. Agotados sus recursos por los impuestos de Roma, sufrían ahora la rapiña de los bárbaros y, en muchos casos, la destrucción de sus cosechas y demás bienes. El Imperio, ocupado en sus luchas internas, los abandonaba a su suerte. En estas condiciones debieron contemplar con alivio la decisión de los bárbaros de establecerse de forma duradera, repartiéndose en 411 las provincias hispanas entre ellos. Los suevos y los vándalos asdingos ocuparon Galicia; los alanos, la Lusitania y la Cartaginense, y los vándalos silingos, la Bética. Sólo la Tarraconense quedó libre de las invasiones. Esta división debió suponer para los hispanos la pérdida de parte de sus tierras, que pasarían a los recién llegados; pero, al menos, conservaban una relativa paz, y también, a juzgar por lo que luego veremos en el reino suevo, la autonomía de las ciudades y lugares importantes. Era lo más a lo que podían aspirar por el momento.
Entretanto, Honorio (ver imagen representativa de su edad cuando llegó al poder) lograba consolidar su posición en Occidente, donde su general Constancio obtenía éxitos importantes. Esto le permitió dirigir su atención a los problemas de la Península y se propuso reprimir los desmanes que estos pueblos habían cometido. Su instrumento, como ya vimos, va a ser el pueblo visigodo, conducido ahora por Valia.
Valia va a obtener importantes éxitos en la misión encomendada. En el año 418 aniquila prácticamente a los vándalos silingos, cuyo rey, Fredibalbo, es conducido prisionero a Roma. Igual suerte corrieron los alanos, una vez desaparecido su rey Adax. Cabía suponer que ni los suevos ni los vándalos asdingos se hubieran salvado; pero el jefe visigodo fue llamado por el emperador Constancio (nombrado Augusto por Honorio en el 421), no se sabe si a conjurar algún otro peligro o porque estaba celoso de sus éxitos, obligándole a interrumpir su campaña.
Los residuos de los pueblos aniquilados buscaron refugio entre los vecinos, huyendo hacia la región gallega. Sobre esta tierra quedaban, pues, dos únicos pueblos, los suevos y los asdingos, que no tardarían en pelear entre sí por poseerla. La batalla tuvo lugar en la zona montañosa entre León y Asturias, en los montes Erbasos. La victoria favoreció a los vándalos, mandados por Gunderico; pero, perseguidos por las tropas romanas del conde de las Españas, no les quedaba más remedio que marchar hacia el sur, donde consiguen derrotar a un ejército romano, gracias a la defección de los visigodos que combatían a su lado.
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