Fernando VII procedió a disolver las Cortes ya por natural desafecto a un sistema político que mermaba su autoridad, ya por creer que la escuela liberal, si representada por hombres conspicuos, no tenía verdadero arraigo en el pueblo, ya en virtud de las excitaciones que de todas partes le dirigían los partidarios del antiguo régimen, y señaladamente los diputados realistas, a quienes se les designó con el título de "Persas", debido al manifiesto que dirigieron al rey, el cual comenzaba con las siguientes palabras: "Era costumbre de los antiguos Persas..."
Los diputados Argüelles, Toreno, Calatrava, Martínez de la Rosa, Muñoz Torrero, Sánchez Barbero, Nicasio Gallego y otros patriarcas de la libertad se vieron confundidos a la llegada de Fernando VII al trono de España, con los más abyectos criminales, siendo llevados a presidios de África.
Las lápidas de la Constitución, erigidas en las principales plazas de todos los pueblos, fueron en la mayor parte de ellas destrozadas y arrastradas por las calles. Y en algún punto, como en Tarragona, la Constitución misma fue "fusilada" y "quemada", disparando las tropas sobre varios ejemplares de aquel libro, puestos en una columna de materiales combustibles después.
La Inquisición fue restablecida por decreto del 21 de julio de 1814 y el mismo rey, "manifestando prudente celo por la honra de Dios", como decía el documento en que esto se anunció públicamente, fue alguna vez a presidir el Consejo de la Suprema.
También fue autorizada de nuevo la entrada de la Compañía de Jesús, que Carlos III había expulsado. Las ciencias fueron perseguidas y la literatura censurada.
Los defensores de la Constitución conspiraron para restablecerla, si bien sus tentativas salieron frustradas y ocasionaron no pocas víctimas, sin contar las que por su cuenta hacía el bando realista en el partido liberal.
La ignorancia del populacho realista era tal que solía gritar:
-¡Vivan las cadenas! ¡Muera la Nación!
Y lo consiguieron.
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