23 jun 2013

LAS GUERRAS DE ITALIA DE FERNANDO EL CATÓLICO

A los Reyes Católicos cabe la gloria de haber continuado el desarrollo de la expansión imperial de España, iniciándola en África, organizando expediciones que consiguieron en descubrimiento de América y continuando la política aragonesa de expansión a través del Mediterráneo con la conquista del reino de Nápoles y la consolidación de las demás posiciones aragonesas de los territorios italianos.
Al comenzar la Edad Moderna, Italia se hallaba dividida en múltiples estados que gozaban de prosperidad material, pero estaban debilitados por el lujo y la corrupción, sobre los cuales se cernían las aspiraciones de Francia y España, potencias rivales en aquel tiempo.
Por entonces reinaba en Francia Carlos VIII, que, dueño de un reino fuerte y unido y un ejército poderoso, concibió los más disparatados sueños imperiales, entre ellos apoderarse del reino de Nápoles.  Para lograr su propósito se aseguró la neutralidad de lo soberanos de los estados vecinos de Francia firmando con ellos ventajosos tratados.  Con Fernando el Católico se concertó el Tratado de Barcelona, por el que devolvía a España el Rosellón y la Cerdaña (1493).
El rey francés Carlos VIII penetró entonces en Italia al frente de un brillante ejército entrando triunfalmente y sin lucha en Nápoles, pues los barones napolitanos abandonaron a su rey Alfonso II, que abdicó en su hijo Fernando (1495).  Sin embargo, fue efímero para el monarca galo este triunfo.  Fernando el Católico le declaró la guerra, porque siendo Nápoles feudo de la Santa Sede, no estaba incluido en el tratado de Barcelona.  Además se formó contra Carlos VIII la Liga Santa, dirigida por el papa Alejandro VI y en la que entraron casi todos los príncipes italianos.
El héroe de estas campañas fue el insigne caudillo Gonzalo Fernández de Córdoba, que no sólo alcanzó el sobrenombre de "El Gran Capitán" por sus victorias, sino también por su genio táctico, pues fue el creador de los famosos tercios españoles, que dieron a nuestra infantería la reputación de invencible.
Cada tercio constaba de doce compañías y cada compañía de 250 plazas; dos de estas compañías eran de arcabuceros y las restantes de piqueros, tipo inmortal de nuestra infantería. Llevaban también los tercios cierto número de mujeres y criados, así como algunos caballos para bagajes y para soldados cansados y enfermos.
Muerto Carlos VIII, su sucesor Luis XII y Fernando el Católico acordaron secretamente repartirse el reino de Nápoles, que había sido devuelto a su legítimo soberano.  Y así lo hicieron en el año 1500, ocupando las tropas de cada uno de los países la parte que del reino les correspondía. España se quedó con Apulia y Calabria, mientras que Francia tomó el Abruzzo y la fértil Campania.  Pero una cuestión de límites en este repartimiento hizo que se rompieran de nuevo las hostilidades entre españoles y franceses. Desencadenada la guerra, el Gran Capitán derrotó al ejército francés junto al pueblo de Cerignola.
Cierto es que el polvorín español se incendió al principiar el combate, pero el impávido y valeroso Gonzalo de Córdoba supo alentar a sus soldados.  Trabada la lucha, los caballeros franceses sufrieron completa derrota. Y los vencedores, que andaban escasos de víveres, comieron aquella tarde en el pabellón del duque de Nemours, general del ejército francés, muerto en la refriega, los suculentos manjares que le estaban dispuestos.
El Gran Capitán acabó de vencer a sus adversarios en las riberas del Garellano, con lo cual, el año 1504, quedó dueño de Nápoles el rey de Aragón y en su nombre Gonzalo de Córdoba quien, una vez terminada la conquista, procedió a la organización del reino, que fue desde entonces uno de los más florecientes dominios del Imperio español en Europa.

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