En la mayoría de las provincias la vida de los labriegos es miserable. En los pueblos se respira la pobreza: se come mal y se viste peor. Los pequeños propietarios, agobiados por los impuestos, son explotados y conforman masas hambrientas en las que se ceban las epidemias. Los eclesiásticos, comunidades religiosas y ricos propietarios aplastan al campesino, que no puede subsistir. Y si en alguna ocasión intentan rebelarse contra su situación o se oponen a sus explotadores, se les aplica el máximo rigor, prendiéndoles o enviándoles a trabajos forzados. Es la interpretación parcialista de la violencia o el "insulto a la humanidad desvalida".
Los 425.000 extremeños abandonados y miserables no se sorprenden ya por nada. En la latifundista Andalucía la fortuna o la miseria viven cerca. No sólo los mercenarios, tampoco los arrendatarios viven felices. Esta situación goyesca, por lo de los "horrores de la miseria", no está confirmada por viajeros extranjeros, llenos de prejuicios frívolos y malintencionados, sino por las fuentes más dignas de crédito y por las personas más serias y enteradas.
Pero no todo es así. Otra cosa ocurre en parte de Cataluña, Valencia y Aragón, en Asturias, La Rioja y el País Vasco. Estas gentes conforman una sociedad de propietarios cultivadores, comen más, están alegres y cuentan con una pureza de costumbres que hubieran enternecido al propio Rousseau. Las fortunas están mejor repartidas en estas zonas; la gente suda la tierra, le saca provecho y trabajan duro. Asturianos y vascos gozan de fiestas, romerías, peregrinaciones, misas, procesiones, danzas, cantos populares, camaradería y amor a su tierra. Están poco o nada sometidos a los poderosos, cultivan bien, tienen buenos caminos y casas dignas.
Pero contra la tradición, la rutina y la obstinación chocan los ilustrados. Los labradores no quieren cambiar de métodos y la mujeres prefieren la rueca al torno de hilar. El pueblo es así, y a cualquier innovación contesta: "lo hicieron así mis padres".
Se les demuestra, no obstante, que es mejor el arado tirado por los bueyes, pero siguen prefiriendo la laya o la azada.. Son reacios a abonar las tierras; no permiten que se les critique por sembrar a voleo. Los arrozales que provocan insalubridad siguen cultivándose, pese a las prohibiciones. Los labradores se resisten a sembrar patatas; los campesinos son tremendamente hostiles a los árboles; piensan que con su sombra nace más hierba, granan poco las mieses y atraen a los pájaros que se comen el grano, que vale más que la paja. Son muchos los autores contemporáneos que cargan las tintas contra este atraso y obstinación del campesino. Y lo que dicen de ellos es cierto. Ahora bien, ¿podían cambiar?, ¿tenían acaso otra alternativa?, ¿no era acaso peor morirse de hambre que permanecer en los arrozales insalubres, salvando, al menos de esta forma, a la familia? ¿Por qué los nobles y los ricos no comían esas patatas cuyo consumo tanto aconsejaban? Resultaba demasiado fácil criticar "el peso de la rutina" de unos labradores a quienes no se les habá dado nunca una oportunidad y se les había negado siempre la posibilidad del conocimiento.
Los valencianos se resisten a usar el procedimiento de Vaucanson para trabajar la seda pese a ser un método más barato y productivo. No obstante, la utilidad y las ventajas delos hilados mecánicos acaban por imponerse. En muchos pueblos se aprende a hilar el lino, el cáñamo, el algodón y la lana.
Otro problema: los cementerios están albergados dentro de los recintos de las iglesias, siendo un peligro para la salud pública. Los ilustrados presionan para que se saquen fuera de las ciudades, como en tiempos de los romanos, pero era algo demasiado innovador ahora y la gente lo veía pernicioso. Se teme el empleo de la vacuna, no se convencen de la utilidad y preferirán morir antes que inocularse, todo ello pese a que Feijoo anmara a ello y las experiencias hechas arrojasen buenos resultados.
La masa rutinaria, pues, se resiste a entrar por las luces en el siglo XVIII. Estos son los hechos. A una masa ignorante, inculta y desconocedora de sus derechos que vive en medio de una situación débil se la explota mejor. Y en el fondo, tanto los ricos como los políticos preferían bueyes que trabajasen antes que hombres pensantes y con criterio propio.
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