La Inquisición, muerto Rocaberti, manifestó su disconformidad con aquellas prácticas prácticas y procesó a fray Froilán. Pero entonces tomó cartas en el asunto el emperador Leopoldo. En Viena, el diablo había vuelto a hablar por boca de un muchacho "endemoniado", al que exorcizaba el obispo de la capital imperial. En sus declaraciones se revelaban otras muchas circunstancias del hechizo de Carlos. Poco después, estando el rey en Alcalá, una loca logró penetrar hasta la cámara donde se hallaba el monarca. Éste, mostrándole una reliquia de la cruz de Cristo, la contuvo. Entonces la loca comenzó a hacer declaraciones sobre el asunto del hechizo. Al parecer, aquellas declaraciones obedecían a intereses que, aunque fuesen diabólicos, no era razonable atribuir al diablo. La reina declaró que debajo de todo aquel asunto se ocultaba una intriga política, y consiguió poner fin a los panes de los celosos exorcistas. Mas todavía el emperador se empeñaba en que el diablo andaba de por medio. A instancias suyas, se tramó una ridícula conspiración para someter al rey, e incluso a la reina, a exorcismos semifraudulentos, que se encargaron de realizar el capuchino fray Mauro de Niza y fray Gabriel. El punto final lo puso el inquisidor general en 1700, haciendo que las personas complicadas en aquel asunto fueran desterradas o encarceladas.
Carlos II, sin embargo, no acababa de convencerse de que el diablo nada tenía que ver con su infecundidad. Él fue, en realidad, quien más sufrió con todas estas intrigas. A medida que se acercaba su muerte, sus temores al infierno y a la eterna condenación se convertían en una terrible obsesión de la que no le pudo sacar su confesor. Carlos II pasaría a la Historia con el sobrenombre de "el Hechizado".
Si el probema de la sucesión obsesionaba a los españoles, no menos interés mostraban por él los dos principales pretendientes a la Corona de España: Francia y Austria. En los últimos años de Carlos II, la corte se ve invadida por los agentes de cada uno de los pretendientes rivales, que tratan de ocupar posiciones seguras para el momento en que se produzca la esperada muerte del enfermizo Carlos. Sus manejos imposibilitaron todos los intentos para mantener en funciones la administración. El rey, atormentado por sus íntimos temores al infierno, luchaba contra sí mismo y cuantos le rodeaban por impedir que los buitres que lo rodeaban le despedazasen a él y a sus reinos antes incluso de que le llegara la muerte.
Luis XIV, tratando de congraciarse con el rey y llevarle a un testamento favorable a los intereses franceses, puso fin a la guerra que sostenía contra España en la Paz de Ryswick (1697), devolviendo a Carlos II la mayor parte de los territorios que le había tomado. Pero no por ello perdió las esperanzas de influir en el ánimo del monarca el partido austriaco, que contaba con un agente tan influyente como la misma reina.
En 1698, Francia, Inglaterra y Holanda firmaron un pacto secreto por el que se ponían de acuerdo sobre la forma en que se repartirían la herencia de Carlos II. A pesar del secreto, en Madrid se tuvo pronto noticia de lo acordado. Nada podía herir más profundamente el orgullo nacional. El rey, igualmente ofendido, decidió nombrar su heredero, en testamento, al príncipe elector de Baviera, el mismo que había dado la noticia del pacto de reparto en la corte de Madrid.
Pero el príncipe Jose Fernando de Baviera murió de forma imprevista en 1699. El partido favorable a la herencia austriaca tuvo que hacer frente a numerosos motines, que estallaron en Madrid a instigación de agitadores franceses o partidarios de la herencia gala. Entretanto, las potencias marítimas prepararon un nuevo tratado de reparto, sin tener en cuenta para nada la opinión de los españoles ni la de su rey (Tratado de Londres, de 1699). Francia, por su parte, insistía en que estaba dispuesta a llevar a cabo el desmembramiento de la monarquía española, a no ser que Carlos nombrase heredero único a un francés.
A lo largo de 1699, la opinión del Consejo de Estado se fue inclinando hacia la solución francesa. El papa Inocencio XII fue consultado sobre el particular, aunque no pudo responder por haberle sorprendido la muerte en septiembre de aquel mismo año. Parecía cierto que la herencia recaería sobre un nieto de Luis XIV. Pero Francia ya no contaba con el apoyo de Inglaterra ni de Holanda, celosas de que se hiciese con la hegemonía de Europa si conseguía instaurar su dinastía en España.
En el otoño de 1700, el rey enfermó gravemente. Por dos veces le administraron los santos sacramentos, temiendo que muriese. En octubre, a instancias del cardenal Portocarrero, hizo testamento, nombrando heredero único de todos sus dominios al príncipe Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV y de María Teresa, hermana de Carlos II. Hasta que llegase el nuevo rey, se haría cargo del gobierno un consejo de regencia, que sería presidido por el cardenal Portocarrero. En su testamento, atendía también Carlos a su esposa doña Mariana.
El 1 de noviembre de 1700, Carlos II tuvo un ataque de epilepsia. A las tres menos cuarto, el rey de España dejó de existir, y con él, la dinastía de los Austrias en la Historia de las Españas.
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Carlos II, sin embargo, no acababa de convencerse de que el diablo nada tenía que ver con su infecundidad. Él fue, en realidad, quien más sufrió con todas estas intrigas. A medida que se acercaba su muerte, sus temores al infierno y a la eterna condenación se convertían en una terrible obsesión de la que no le pudo sacar su confesor. Carlos II pasaría a la Historia con el sobrenombre de "el Hechizado".
Si el probema de la sucesión obsesionaba a los españoles, no menos interés mostraban por él los dos principales pretendientes a la Corona de España: Francia y Austria. En los últimos años de Carlos II, la corte se ve invadida por los agentes de cada uno de los pretendientes rivales, que tratan de ocupar posiciones seguras para el momento en que se produzca la esperada muerte del enfermizo Carlos. Sus manejos imposibilitaron todos los intentos para mantener en funciones la administración. El rey, atormentado por sus íntimos temores al infierno, luchaba contra sí mismo y cuantos le rodeaban por impedir que los buitres que lo rodeaban le despedazasen a él y a sus reinos antes incluso de que le llegara la muerte.
Luis XIV, tratando de congraciarse con el rey y llevarle a un testamento favorable a los intereses franceses, puso fin a la guerra que sostenía contra España en la Paz de Ryswick (1697), devolviendo a Carlos II la mayor parte de los territorios que le había tomado. Pero no por ello perdió las esperanzas de influir en el ánimo del monarca el partido austriaco, que contaba con un agente tan influyente como la misma reina.
En 1698, Francia, Inglaterra y Holanda firmaron un pacto secreto por el que se ponían de acuerdo sobre la forma en que se repartirían la herencia de Carlos II. A pesar del secreto, en Madrid se tuvo pronto noticia de lo acordado. Nada podía herir más profundamente el orgullo nacional. El rey, igualmente ofendido, decidió nombrar su heredero, en testamento, al príncipe elector de Baviera, el mismo que había dado la noticia del pacto de reparto en la corte de Madrid.
Pero el príncipe Jose Fernando de Baviera murió de forma imprevista en 1699. El partido favorable a la herencia austriaca tuvo que hacer frente a numerosos motines, que estallaron en Madrid a instigación de agitadores franceses o partidarios de la herencia gala. Entretanto, las potencias marítimas prepararon un nuevo tratado de reparto, sin tener en cuenta para nada la opinión de los españoles ni la de su rey (Tratado de Londres, de 1699). Francia, por su parte, insistía en que estaba dispuesta a llevar a cabo el desmembramiento de la monarquía española, a no ser que Carlos nombrase heredero único a un francés.
A lo largo de 1699, la opinión del Consejo de Estado se fue inclinando hacia la solución francesa. El papa Inocencio XII fue consultado sobre el particular, aunque no pudo responder por haberle sorprendido la muerte en septiembre de aquel mismo año. Parecía cierto que la herencia recaería sobre un nieto de Luis XIV. Pero Francia ya no contaba con el apoyo de Inglaterra ni de Holanda, celosas de que se hiciese con la hegemonía de Europa si conseguía instaurar su dinastía en España.
En el otoño de 1700, el rey enfermó gravemente. Por dos veces le administraron los santos sacramentos, temiendo que muriese. En octubre, a instancias del cardenal Portocarrero, hizo testamento, nombrando heredero único de todos sus dominios al príncipe Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV y de María Teresa, hermana de Carlos II. Hasta que llegase el nuevo rey, se haría cargo del gobierno un consejo de regencia, que sería presidido por el cardenal Portocarrero. En su testamento, atendía también Carlos a su esposa doña Mariana.
El 1 de noviembre de 1700, Carlos II tuvo un ataque de epilepsia. A las tres menos cuarto, el rey de España dejó de existir, y con él, la dinastía de los Austrias en la Historia de las Españas.
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