Ahora bien, si la marcha dela guerra en Cataluña no era decisivamente favorable a las armas reales, un nuevo factor contribuyó a modificar el curso de los acontecimientos. Si odiosa había sido para los catalanes la injerencia castellana en los asuntos del principado y la presencia de las tropas reales en sus tierras, los agravios que ahora recibían del ejército francés de ocupación y de los gobernantes imuestos por los extranjeros eran para los catalanes más insufribles aún. Ésta era la situación del principado cuando se firmó la Paz de Westfalia, en 1648. La guerra de Cataluña debería continuar dotavia, como corolario de la lucha entre Francia y España. Igual que estaba ocurriendo en la Península Ibérica, también en la de los Apeninos tienen lugar por estos años que preceden a la Paz de Westfalia los tumultos y conjuraciones de carácter separatista. Móaco, principado en que había guarnición española desde los tiempos de Carlos V, fue ocupado por los franceses después de una dura y digna resistencia española. Francia también atrajo a su círculo de influencia a los príncipes de Saboya, de modo que numerosas plazas de gran valor militar para España cayeron en manos de las tropas de Richelieu, como Nia, Verna, Crescentino y Tortosa (1642). En tiempos de Mazarino, el avance francés en Italia siguió. os presidios de Toscana (Piombino y Portolongone), pertenecientes hasta entonces a España, pasaron a Francia.
En 1646 fue Sicilia la que se levantó, instigada por agentes de Mazarino. El marqués de los Vélez, que por entonces era virrey de la isla, había impuesto a los súbditos sicilianos nuevos triubutos, algunos de los cuales gravaban artículos de primera necesidad. Al mismo tiempo había decretado levas, con el fin de reclutar hombres con que defender los presidios de Toscana. Todos estos inconvenientes coincidieron con una pésima cosecha. El virrey, queriendo ainorar el descontento, prohibió a los panaderos que elevasen el precio del pan; pero con ello no consiguió más quehacer que desapareciese del mercado y sólo se encontrarse en las casas de los estraperlistas.
El alzamiento revistió su máxima gravedad en 1647. Al frente de los revoltosos apareció el calderero José Alicio, que consiguió dominar Palermo durante tres días. El virrey, asustado, se refugió en las galeras, mientras que la rebelión se extendía por toda la isla, menos por Mesina, que permaneció fiel. Gracias a esta ciudad y a la ayuda que le prestaron los nobles, en su mayoría de origen aragonés y catalán, pudo el virrey restablecer el orden.
La sublevación de Nápoles, instigada igualmente por Francia, revistió características mucho más graves. El ardor que puso el virrey, duque de Arcos, en recaudar los tributos existentes y en imponer otros nuevos y provocó la revuelta, que comenzó cuando los vendedores de fruta de Nápoles se enfrentaron a los recaudadores, en enero de 1647. A los fruteros se unieron los demás venedores del mercado y en seguida todos los descontentos contra el régimen español. Al frente de ellos se puso un joven pescador, llamado Tomás Aniello (Masaniello), resentido por haber tenido que vender su ajuar para sacar de la cárcel a su mujer, detenida por haber tratado de introducir fraudulentamente un poco de harina. El virrey, a quien los revoltosos obligaron a ceder a todas sus pretensiones, se refugió en Castilnovo con su familia.
La guarnición española y alemana, muy reducida por otra parte, fue arrollada. El pueblo se apoderó de las armas que había en cuarteles y armerías y se hizo dueño de la ciudad. Al mismo tiempo se corrió el rumor de que los españoles estaban envenenando el agua de las fuentes. El terror de la población desencadenó una oleada de atropellos.
El virrey se humilló hasta el punto de confirmar todas las concesiones hechas a los revoltosos el dia den que se estalló la rebelión, e incluso aceptó aparecer en el balcón del castillo (Castilnovo) abrazando a Masanuello. Luego, en la iglesia mayor de Nápoles, el virrey juró cumplir y hacer cumplir los términos de aquella forzada concordia.
Pero Masaniello, sospechando que intentaban darle muerte, se adelantó haciendo asesinar a todos aquellos de quienes recelaba. Finalmente, él mismo cayó apuñalado en un convento. Pocos casos se encuentran en la Historia en los quelas masas populares, ya de por sí versátiles, lo hayan sido más que en aquellos días de la rebelión de Nápoles. El cadáver de Masaniello fue arrastrado por las calles de la ciudad hasta el palacio del virrey, que no disimuló su alegría al verlo. Al día siguiente, sin embargo, el pueblo le rindió honores de mártir. A los pocos días, las matanzas de españoles y alemanes se reanudaron. poco después elegían un nuevo jefe, el marqués de Toralto, que al frente del pueblo puso cerco al palacio virreinal. El duque de Arcos esta vez no se intimidó, sino que ordenó que la artillería de los dos castillos bombardease la ciudad. Los rebeldes iniciaron inmediatamente negociaciones. En aquellas circunstancias hace su aparición en el puerto de Nápoles una escuadra española llevando cuatro tercios de soldados, al frente de los cuales iba don Juan José de Austria, el hijo bastardo de Felipe IV.
En 1646 fue Sicilia la que se levantó, instigada por agentes de Mazarino. El marqués de los Vélez, que por entonces era virrey de la isla, había impuesto a los súbditos sicilianos nuevos triubutos, algunos de los cuales gravaban artículos de primera necesidad. Al mismo tiempo había decretado levas, con el fin de reclutar hombres con que defender los presidios de Toscana. Todos estos inconvenientes coincidieron con una pésima cosecha. El virrey, queriendo ainorar el descontento, prohibió a los panaderos que elevasen el precio del pan; pero con ello no consiguió más quehacer que desapareciese del mercado y sólo se encontrarse en las casas de los estraperlistas.
El alzamiento revistió su máxima gravedad en 1647. Al frente de los revoltosos apareció el calderero José Alicio, que consiguió dominar Palermo durante tres días. El virrey, asustado, se refugió en las galeras, mientras que la rebelión se extendía por toda la isla, menos por Mesina, que permaneció fiel. Gracias a esta ciudad y a la ayuda que le prestaron los nobles, en su mayoría de origen aragonés y catalán, pudo el virrey restablecer el orden.
La sublevación de Nápoles, instigada igualmente por Francia, revistió características mucho más graves. El ardor que puso el virrey, duque de Arcos, en recaudar los tributos existentes y en imponer otros nuevos y provocó la revuelta, que comenzó cuando los vendedores de fruta de Nápoles se enfrentaron a los recaudadores, en enero de 1647. A los fruteros se unieron los demás venedores del mercado y en seguida todos los descontentos contra el régimen español. Al frente de ellos se puso un joven pescador, llamado Tomás Aniello (Masaniello), resentido por haber tenido que vender su ajuar para sacar de la cárcel a su mujer, detenida por haber tratado de introducir fraudulentamente un poco de harina. El virrey, a quien los revoltosos obligaron a ceder a todas sus pretensiones, se refugió en Castilnovo con su familia.
La guarnición española y alemana, muy reducida por otra parte, fue arrollada. El pueblo se apoderó de las armas que había en cuarteles y armerías y se hizo dueño de la ciudad. Al mismo tiempo se corrió el rumor de que los españoles estaban envenenando el agua de las fuentes. El terror de la población desencadenó una oleada de atropellos.
El virrey se humilló hasta el punto de confirmar todas las concesiones hechas a los revoltosos el dia den que se estalló la rebelión, e incluso aceptó aparecer en el balcón del castillo (Castilnovo) abrazando a Masanuello. Luego, en la iglesia mayor de Nápoles, el virrey juró cumplir y hacer cumplir los términos de aquella forzada concordia.
Pero Masaniello, sospechando que intentaban darle muerte, se adelantó haciendo asesinar a todos aquellos de quienes recelaba. Finalmente, él mismo cayó apuñalado en un convento. Pocos casos se encuentran en la Historia en los quelas masas populares, ya de por sí versátiles, lo hayan sido más que en aquellos días de la rebelión de Nápoles. El cadáver de Masaniello fue arrastrado por las calles de la ciudad hasta el palacio del virrey, que no disimuló su alegría al verlo. Al día siguiente, sin embargo, el pueblo le rindió honores de mártir. A los pocos días, las matanzas de españoles y alemanes se reanudaron. poco después elegían un nuevo jefe, el marqués de Toralto, que al frente del pueblo puso cerco al palacio virreinal. El duque de Arcos esta vez no se intimidó, sino que ordenó que la artillería de los dos castillos bombardease la ciudad. Los rebeldes iniciaron inmediatamente negociaciones. En aquellas circunstancias hace su aparición en el puerto de Nápoles una escuadra española llevando cuatro tercios de soldados, al frente de los cuales iba don Juan José de Austria, el hijo bastardo de Felipe IV.
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