Guillermo de Orange, durante la primavera de 1568, penetra en los Países Bajos con un ejército reclutado en Alemania, dispuesto a dar la batalla a las tropas españolas de ocupación. Esperaba que salieran a su encuentro todos los enemigos de la presencia española. Pero no ocurrió así. En terror infundido por los drásticos procedimientos del duque de Alba tenía paralizados a todos sus adversarios. Al mismo tiempo, las tropas españolas cayeron sobre el de Orange y lo derrotaron, obligándole a huir nuevamente a Alemania. El líder de la libertad de los Países Bajos, abrumado por su derrota, amargado por la conducta de su esposa, Ana de Sajonia, que huyo a Colonia y se entregó a una desarreglada existencia, no por eso perdió los ánimos, sino que preparó la revancha.
El duque de Alba, sintiéndose seguro de su fuerza, se dispuso a abolir los Estados Generales. Al mismo tiempo aumentó la presión fiscal, gravando el país con un impuesto del 1% sobre la propiedad, otro del 10% sobre las ventas de bienes muebles, y finalmente otro del 5% sobre las ventas de vienes inmuebles. Estos dos últimos se parecían sospechosamente a la "alcabala castellana". A pesar de la ociosidad de tales impuestos, en ellos se podía apreciar un principio de equidad, del que carecían los demás tributos existentes. Con ellos se gravaba por igual a toda la población, sin que fuesen los menos favorecidos por la fortuna y los peor representados en los Estados Generales quienes cargasen con el peso mayor. La reforma del duque de Alba afectó especialmente a los grandes magnates de la industria y el comercio, así como al clero y a la nobleza. Pero no por ello se paralizó la vida económica de los Países Bajos. La decisión del duque, si no fue un error económico, sí que lo fue desde el punto de vista político, pues no sirvió más que para arrinconar en la oposición a cuantos hasta el momento se mostraban indecisos.
La potencia española impedía cualquier tento de destruirla en tierra. Sin embargo tenía un punto flaco, un verdadero talón de Aquiles: el ejército del duque de Alba carecía de la cobertura naval necesaria. Y aquí fue donde se concentraron los esfuerzos militares de los rebeldes. Bajo los auspicios de Guillermo de Orange se organizó una flotilla de barcos corsarios, a los que éste, en calidad de príncipe soberano de los Países Bajos, concedió patente de corso para hostigar a los españoles. Estos "mendigos del mar", como se les llamó y como ellos mismos orgullosamente dieron en denominarse, fueron admitidos primero en los puertos ingleses y favorecidos por la reina Isabel I, que les permitió avituallar sus naves y vender en Inglaterra el producto de sus razzias. Luego lograron apoderarse de un puertecillo desguarnecido en la desembocadura del Mosa, y desde allí fueron ocupando una ciudad tras otra. En 1572, prácticamente todas las provincias del norte de los Países Bajos estaban en poder de los "mendigos del mar", que establecieron en las ciudades autoridades calvinistas y llevaron a cabo una dura represión contra los católicos. Al mismo tiempo, Luis de Nassau, hermano de Guillermo de Orange, con tropas y dinero franceses, atacó al duque de Alba por la frontera francesa, de modo que éste tuvo que dividir sus fuerzas para atender simultáneamente a dos frentes distintos. Entonces hace su entrada en escena nuevamente Guillermo de Orange, a quien las provincias rebeldes del norte habían nmbrado su "estatúder" (jefe de Estado), con su nuevo ejército de 20.000 hombres. El puevlo lo recibió entusiasmado, entonando un himno, el "Wilhelmus van Nassuowen", que todavía hoy es el himno nacional de Holanda. Rápidamente avanzo hacia el sur, dejando atrás tan sólo algunas plazas, donde las guarniciones españolas quedaron aisladas. Su propósito era coger por la espalda al duque de Alba, que en aquellos momentos se encontraba en el sur luchando contra el hermano de Guillermo, Luis de Nassau, en Mons. A mediados de septiembre ya estaba Guillermo acampado a pocos kilómetros de Mons, cuando una noche un capitán español, Julián Romero, con unos 600 hombres, penetró en el campamento y, después de degollar a más de 800 enemigos, puso en fuga a Guillermo, a quien los ladridos de su perro despertaronn a tiempo. Luis de Nassau no tuvo más remedio que rendirse al duque de Alba.
Guillermo comprendió que no tenía nada que hacer en las provincias del sur. Por eso trató de afianzar su posición en el norte: Zelanda, Utrech, Overyssell y Frissia. Así pues, fijó su residencia en Delft y comenzó a gobernar como entatúder del país proclamando la libertad de cultos tanto para los protestantes como para los católicos.
Entretanto, el duque de Alba, una vez recuparado de Mons, se puso en movimiento hacia el norte, dispuesto a castigar a las ciudades que habían acogido a Guillermo de Orange. La represión fue brutal. Malinas fue saqueada a placer durante tres días. Zutphen siguió una suerte parecida. Naardem fue arrasada. Haarlem, espués de un sitio de ocho meses, a lo largo de los cuales se registraron, por ambos bandos, hazañas verdaderamente homéricas, se rindió. El valor que habían demostrado los defensores les valió que los españoles les perdonasen la vida, menos a los extranjeros franceses, ingleses y alemanes y alos cabecillas de la rebelión, todos los cuales fueron pasados por las armas. En Tergoes, los hombres del coronel Mondragón atravesaron un brazo de mar, de unas diez millas de ancho, que separaba el continente de la isla de Beveland del Sur. Lo hicieron a pie, aprovechado la bajamar, llevando sobre su cabeza sus armas y municiones y aguantando los arcabuzazos de sus enemigos. Tergoes quedó en poder de los españoles. El duque de Alba pensaba que aquellas violencias harían escarmentar a los rebeldes, pero no ocurrió así. Los partidarios de Guillermo de Orange rompieron los diques. El agua del mar inundó las tierras bajas, y el duque de Alba tuvo que salir de la región. Al mismo tiempo, la escuadra española sufría un descalabro frente a la holandesa. El duque, o como él mismo se llamaba, "el viejo pájaro decrépito", presentó al rey su dimisión. Felipe II aceptó su petición y preparó el relevo (1573).
Don Fernando Álvarez de Toledo, el gran duque de Alba, fue un hombre de talento militar indiscutible. Solamente la falta de medios económicos para continuar su política en los Países Bajos le animó a presentar su dimisión al rey. Las hazañas que bajo su mando llevaron a cabo los tercios españoles pasarían a figurar en las historias militares entre las más famosas y descomunales que jamás se realizaron. Mas al mismo tiempo es justo reconocer en él al hombre inflexible, despiadado y cruel que demostró la debilidad de los ideales por los que luchaba precisamente por la violencia con que trató de imponerlos. Si su recuerdo (para los españoles) suele evocar épocas heroicas, para los niños holandeses de hoy día el gran duque de Alba ha llegado a convertirse en el equivalente del coco con que las madres suelen asustar a los niños traviesos.
El duque de Alba, sintiéndose seguro de su fuerza, se dispuso a abolir los Estados Generales. Al mismo tiempo aumentó la presión fiscal, gravando el país con un impuesto del 1% sobre la propiedad, otro del 10% sobre las ventas de bienes muebles, y finalmente otro del 5% sobre las ventas de vienes inmuebles. Estos dos últimos se parecían sospechosamente a la "alcabala castellana". A pesar de la ociosidad de tales impuestos, en ellos se podía apreciar un principio de equidad, del que carecían los demás tributos existentes. Con ellos se gravaba por igual a toda la población, sin que fuesen los menos favorecidos por la fortuna y los peor representados en los Estados Generales quienes cargasen con el peso mayor. La reforma del duque de Alba afectó especialmente a los grandes magnates de la industria y el comercio, así como al clero y a la nobleza. Pero no por ello se paralizó la vida económica de los Países Bajos. La decisión del duque, si no fue un error económico, sí que lo fue desde el punto de vista político, pues no sirvió más que para arrinconar en la oposición a cuantos hasta el momento se mostraban indecisos.
La potencia española impedía cualquier tento de destruirla en tierra. Sin embargo tenía un punto flaco, un verdadero talón de Aquiles: el ejército del duque de Alba carecía de la cobertura naval necesaria. Y aquí fue donde se concentraron los esfuerzos militares de los rebeldes. Bajo los auspicios de Guillermo de Orange se organizó una flotilla de barcos corsarios, a los que éste, en calidad de príncipe soberano de los Países Bajos, concedió patente de corso para hostigar a los españoles. Estos "mendigos del mar", como se les llamó y como ellos mismos orgullosamente dieron en denominarse, fueron admitidos primero en los puertos ingleses y favorecidos por la reina Isabel I, que les permitió avituallar sus naves y vender en Inglaterra el producto de sus razzias. Luego lograron apoderarse de un puertecillo desguarnecido en la desembocadura del Mosa, y desde allí fueron ocupando una ciudad tras otra. En 1572, prácticamente todas las provincias del norte de los Países Bajos estaban en poder de los "mendigos del mar", que establecieron en las ciudades autoridades calvinistas y llevaron a cabo una dura represión contra los católicos. Al mismo tiempo, Luis de Nassau, hermano de Guillermo de Orange, con tropas y dinero franceses, atacó al duque de Alba por la frontera francesa, de modo que éste tuvo que dividir sus fuerzas para atender simultáneamente a dos frentes distintos. Entonces hace su entrada en escena nuevamente Guillermo de Orange, a quien las provincias rebeldes del norte habían nmbrado su "estatúder" (jefe de Estado), con su nuevo ejército de 20.000 hombres. El puevlo lo recibió entusiasmado, entonando un himno, el "Wilhelmus van Nassuowen", que todavía hoy es el himno nacional de Holanda. Rápidamente avanzo hacia el sur, dejando atrás tan sólo algunas plazas, donde las guarniciones españolas quedaron aisladas. Su propósito era coger por la espalda al duque de Alba, que en aquellos momentos se encontraba en el sur luchando contra el hermano de Guillermo, Luis de Nassau, en Mons. A mediados de septiembre ya estaba Guillermo acampado a pocos kilómetros de Mons, cuando una noche un capitán español, Julián Romero, con unos 600 hombres, penetró en el campamento y, después de degollar a más de 800 enemigos, puso en fuga a Guillermo, a quien los ladridos de su perro despertaronn a tiempo. Luis de Nassau no tuvo más remedio que rendirse al duque de Alba.
Guillermo comprendió que no tenía nada que hacer en las provincias del sur. Por eso trató de afianzar su posición en el norte: Zelanda, Utrech, Overyssell y Frissia. Así pues, fijó su residencia en Delft y comenzó a gobernar como entatúder del país proclamando la libertad de cultos tanto para los protestantes como para los católicos.
Entretanto, el duque de Alba, una vez recuparado de Mons, se puso en movimiento hacia el norte, dispuesto a castigar a las ciudades que habían acogido a Guillermo de Orange. La represión fue brutal. Malinas fue saqueada a placer durante tres días. Zutphen siguió una suerte parecida. Naardem fue arrasada. Haarlem, espués de un sitio de ocho meses, a lo largo de los cuales se registraron, por ambos bandos, hazañas verdaderamente homéricas, se rindió. El valor que habían demostrado los defensores les valió que los españoles les perdonasen la vida, menos a los extranjeros franceses, ingleses y alemanes y alos cabecillas de la rebelión, todos los cuales fueron pasados por las armas. En Tergoes, los hombres del coronel Mondragón atravesaron un brazo de mar, de unas diez millas de ancho, que separaba el continente de la isla de Beveland del Sur. Lo hicieron a pie, aprovechado la bajamar, llevando sobre su cabeza sus armas y municiones y aguantando los arcabuzazos de sus enemigos. Tergoes quedó en poder de los españoles. El duque de Alba pensaba que aquellas violencias harían escarmentar a los rebeldes, pero no ocurrió así. Los partidarios de Guillermo de Orange rompieron los diques. El agua del mar inundó las tierras bajas, y el duque de Alba tuvo que salir de la región. Al mismo tiempo, la escuadra española sufría un descalabro frente a la holandesa. El duque, o como él mismo se llamaba, "el viejo pájaro decrépito", presentó al rey su dimisión. Felipe II aceptó su petición y preparó el relevo (1573).
Don Fernando Álvarez de Toledo, el gran duque de Alba, fue un hombre de talento militar indiscutible. Solamente la falta de medios económicos para continuar su política en los Países Bajos le animó a presentar su dimisión al rey. Las hazañas que bajo su mando llevaron a cabo los tercios españoles pasarían a figurar en las historias militares entre las más famosas y descomunales que jamás se realizaron. Mas al mismo tiempo es justo reconocer en él al hombre inflexible, despiadado y cruel que demostró la debilidad de los ideales por los que luchaba precisamente por la violencia con que trató de imponerlos. Si su recuerdo (para los españoles) suele evocar épocas heroicas, para los niños holandeses de hoy día el gran duque de Alba ha llegado a convertirse en el equivalente del coco con que las madres suelen asustar a los niños traviesos.
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