2 ene 2016

HALCONES Y PALOMAS EN EL VIETNAM DE FLANDES (I)

Felipe II, a lo largo de su reinado, supo observar para con la nobleza una actitud muy similar a la seguida por su propio padre: la de mantenerlos discretamente al margen, contando con ellos para ocupar virreinatos, embajadas y puestos de mando en el ejército, pero prescindiendo de sus servicios en las tareas cotidianas de gobierno. Para este menester prefirió rodearse de hombres de origen modesto, y hasta turbio. De entre todos los que tuvo, el más antiguo fue Gonzalo Pérez, que figuró a su lado desde los días en que Carlos V encomendó a su hijo la regencia de España (1543); sus servicios, desde aquella fecha hasta que en 1559 Felipe II regresó a España desde los Países Bajos, fueron de tal importancia que el rey los premió con numerosas prebendas, entre ellas la abadía de San Isidoro de León. Gonzalo Pérez era clérigo, lo cual no había sido obstáculo para que trajese al mundo a su hijo Antonio Pérez. El príncipe de Éboli, Ruy Gómez de Silva, había sido quien introdujo a Gonalo en el círculo de íntimos de Felipe II, y él sería también, andando el tiempo, quien introduciría a su hijo Antonio en el mismo ambiente.
A partir de 1559, Gonzalo Pérez fue encargado de la política exterior de Felipe. En los días en que el duque de Alba fue nombrado gobernador de los Países Bajos, Gonzalo, que no estaba de acuerdo con la política propugnada por el de Alba, estuvo a punto de ser desbancado y sustituido por Gabriel de Zayas. Pero él supo capear el temporal y mantenerse en su puesto hasta su muerte, en 1556. A partir de esta fecha, Felipe nombra dos secretarios: Gabriel de Zayas, quien se encargó de los asuntos relativos al norte, y antonio Pérez, hijo de Gonzalo, el cual quedó al frente de los asuntos de Italia.
En un régimen con una organización coo la que tenía montada Felipe II, los consejos no tenían, como se dijo en su lugar, ninguna otra función que la meramente consultiva. La ejecución siempre quedaba reservada al rey, con la colaboración de sus secretarios. Sin embargo, aunque no existía un cauce concreto capaz de canalizar las protestas, rivalidades y aspiraciones de la nobleza, Felipe II arbitró un sistema para conseguir que las más diversas opiniones pudieran llegar a sus oíros.. Para ello se valió del Consejo de Estado, que bajo su reinado gozó de la mayor importancia, especialmente n los años de la sexta y séptima década del siglo XVI. Allí se evidenció pronto la existencia de dos partidos radicalmente distintos, de dos facciones rivales, cuyas opiniones políticas diferían sustancialmente. Felipe, maestro en el arte de enfrentar a sus súbditos y azuzarlos entre sí para sacar él mismo el mayor provecho, los dejaba disputar hasta saciarse en presencia de sus secretarios, los cuales le informaban puntualmente de cuanto allí se decía.
¿Quiénes formaban aquellas dos facciones rivales a que hemos aludido? ¿Cuáles eran sus respectivos programas? En realidad, es difícil establecer una comparación entre aquellos dos bandos y los modernos partidos políticos. Allí se enfrentaban no sólo las respectivas ideas políticas de los diversos consejeros, sino también las antiguas rivalidades entre los diversos clanes nobiliarios, heredadas de su pasado medieval, y la más reciente oposición, nacida a raíz de las guerras de las Comunidades.
Por una parte estaba el partido que podríamos denominar "ultranacionalista", cuyos contactos se ramificaban por todo el país, englobando numerosos clanes nobiliarios. La casa de Alba (Álvarez de Toledo), los Zapata, los Ayala, los Ávalos... A pesar de qe nuestros conocimientos sobre esta cuestión son todavía insuficientes, no es aventurado interpretar muchos de los datos con que hoy contamos en el sentido de que esta facción había favorecido a los comuneros rebeldes en cuanto que representaban el rechazo a lo extranjero y la afirmación de lo nacional. Ante los problemas internacionales, esta facción parecía inclinada a posturas de intransigencia. Concretamente, por lo que a los Países Bajo se refiere, preferían realizar allí el modelo de monarquía absoluta que estaban acostumbrados a obedecer o a padecer los castellanos. Lejor de respetar las peculiaridades, las libertades, los fueros y las autonomías de los distintos reinos, preferían tratarlos a todos por el mismo rasero: el del centralismo absolutista y autoritario. Con este mismo criterio, años más tarde el duque de Alba llegaría a declarar en un debate del Consejo de Estado que era capaz de acabar de una vez con los fueros aragoneses, con tal que pusiesen a su disposición 3000 o 4000 hombres.
Al enviar a Alba a los Países Bajos, es obvio que el rey se inclinaba hacia una solución castellana, pero su decisión de mantener esta actitud dependería, naturalmente, del éxito del duque. En 1573, tras siete años de terror, era evidente que el duque de Alba había fracasado y fue, por lo tanto, relevado en sus funciones.

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