En realidad, la tregua con Flandes significaba una terrible humillación para el orgullo español, un duro golpe para su triunfalismo político y religioso. Pero el duque de Lerma supo actuar con diabólica habilidad para contrarrestar el pésimo efecto que habría podido producir en la opinión pública española aquel vergonzoso paso atrás en la defensa de la cristiandad. Precisamente el mismo día en que se firmó en La Haya la Tregua de los Doce Años, se aprobó un decreto por el que se expulsaba de España a todos los moriscos. Con aquel acto se consumaba definitivamente la unidad religiosa de España y se borraban los últimos vestigios de la dominación árabe en la Península. Por eso 1609 sería recordado siempre como un año no de derrota, sino de victoria.
No creamos, sin embargo, que la decisión de expulsar a los moriscos se debía únicamente al deseo del gobierno de mantener una popularidad que había deteriorado su retroceso en Flandes. El problema morisco, que ya venía arrastrando el país desde muchos años atrás, era de tal complejidad que no parecía tener otra solución que la que se le dio.
Los moriscos, como se sabe, vivían concentrados principalmente en la orla sudoriental de España: en Granada, Murcia, Valencia, Aragón y Cataluña. Despues de la revuelta de las Alpujarras, en 1570, fueron dispersados también por las tierras de Castilla. En realidad, no constituían una clase social específica. Entre ellos había una exigua minoría aristocrática, una burgueseía enriquecida, un artesanado activo y una sufrida masa de labradores y jornalerso. Entre sus principales actividades económicas sobresalían los cultivos de regadío en las huertas levantinas y murcianas, así como en el valle del Ebro; los arrozales, los viedos y los cereales. En Granada floreció la industria azucarera y sedera. En Castilla fueron espercialmente conocidos como arrieros. En Asturias, Vizcaya y Navarra, como artesanos y vendedores ambulantes. En Sevilla se calcula en unos 7.000 el número de los moriscos que trabajaban como etibadores o mozos de cuerda en el puerto fluvial.
De los 10 millones de habitantes que contaba aproximadamente la Península hacia 1609 (incluyendo a Portugal), la población morisca venía a constituir la vigésima parte del total, con unos 500.000 individuos.
Ya hemos tenido ocasión de hablar de las principales quejas que tenía la población cristiana vieja contra los moriscos. Desde luego, la población morisca constituía una minoría inasimilada y difícilmente asimilable, cuyas costumbres religiosas contrastaban profundamente con las del resto de la población cristiana. su existencia constituía el más claro exponente del fracaso de todos los esfuerzos que hasta entonces se habían realizado por integrarlos. Por otra parte, si bien los moriscos habían constituído en otros tiempos un peligro para la seguridad de la Península por sus entendimientos con los moros del norte de África, en los días de principios del siglo XVII ya no ofrecían tanta peligrosidad como en el pasado, debido, sobre todo, a la decadencia del poderío musulmán en el Mediterráneo. El peligro venía ahora, principalmente, de una posible alinza de los moriscos con los adversarios europeos de la monarquía española.
Apenas muerto Felipe II, Enrique IV de Francia proyectó un ataque contra la monarquía de los Austrias, en el que se incluía una invasión de España (probablemente instigada por Antonio Pérez), que contaría con el apoyo de los moriscos. Un famoso espía, Pascual Santiesteban, recorrió las regiones donde abundaban los miroscos atando los cabos de una vasta conspiración, que se abortó gracias a la denuncia de un morisco converso. Finalmente, los planes de Enrique IV se frustraron por otros motivos; pero la animosidad contra los moriscos no menguó por ello. Dentro del endurecimiento que se observa en la represión francesa contra la minoría hugonote y en la inglesa contra los irlandeses, la represión gubernamental española contra los moriscos encaja perfectamente en el ambiente intolerante de aquel siglo.
No creamos, sin embargo, que la decisión de expulsar a los moriscos se debía únicamente al deseo del gobierno de mantener una popularidad que había deteriorado su retroceso en Flandes. El problema morisco, que ya venía arrastrando el país desde muchos años atrás, era de tal complejidad que no parecía tener otra solución que la que se le dio.
Los moriscos, como se sabe, vivían concentrados principalmente en la orla sudoriental de España: en Granada, Murcia, Valencia, Aragón y Cataluña. Despues de la revuelta de las Alpujarras, en 1570, fueron dispersados también por las tierras de Castilla. En realidad, no constituían una clase social específica. Entre ellos había una exigua minoría aristocrática, una burgueseía enriquecida, un artesanado activo y una sufrida masa de labradores y jornalerso. Entre sus principales actividades económicas sobresalían los cultivos de regadío en las huertas levantinas y murcianas, así como en el valle del Ebro; los arrozales, los viedos y los cereales. En Granada floreció la industria azucarera y sedera. En Castilla fueron espercialmente conocidos como arrieros. En Asturias, Vizcaya y Navarra, como artesanos y vendedores ambulantes. En Sevilla se calcula en unos 7.000 el número de los moriscos que trabajaban como etibadores o mozos de cuerda en el puerto fluvial.
De los 10 millones de habitantes que contaba aproximadamente la Península hacia 1609 (incluyendo a Portugal), la población morisca venía a constituir la vigésima parte del total, con unos 500.000 individuos.
Ya hemos tenido ocasión de hablar de las principales quejas que tenía la población cristiana vieja contra los moriscos. Desde luego, la población morisca constituía una minoría inasimilada y difícilmente asimilable, cuyas costumbres religiosas contrastaban profundamente con las del resto de la población cristiana. su existencia constituía el más claro exponente del fracaso de todos los esfuerzos que hasta entonces se habían realizado por integrarlos. Por otra parte, si bien los moriscos habían constituído en otros tiempos un peligro para la seguridad de la Península por sus entendimientos con los moros del norte de África, en los días de principios del siglo XVII ya no ofrecían tanta peligrosidad como en el pasado, debido, sobre todo, a la decadencia del poderío musulmán en el Mediterráneo. El peligro venía ahora, principalmente, de una posible alinza de los moriscos con los adversarios europeos de la monarquía española.
Apenas muerto Felipe II, Enrique IV de Francia proyectó un ataque contra la monarquía de los Austrias, en el que se incluía una invasión de España (probablemente instigada por Antonio Pérez), que contaría con el apoyo de los moriscos. Un famoso espía, Pascual Santiesteban, recorrió las regiones donde abundaban los miroscos atando los cabos de una vasta conspiración, que se abortó gracias a la denuncia de un morisco converso. Finalmente, los planes de Enrique IV se frustraron por otros motivos; pero la animosidad contra los moriscos no menguó por ello. Dentro del endurecimiento que se observa en la represión francesa contra la minoría hugonote y en la inglesa contra los irlandeses, la represión gubernamental española contra los moriscos encaja perfectamente en el ambiente intolerante de aquel siglo.
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