28 ene 2016

DESASTROSA VIDA DE FELIPE III

Fuesen o no conscientes de tan graves problemas económicos, el hecho es que ni el rey ni su valido hicieron nada por salir al paso de ellos. Lerma se preocupó, sobre todo, de mantener al rey al margen de cuanto ocurría. En vez de estimularle par que interviniese en el gobierno de sus dominios, no hizo más que dar luz verde a su innata pasión por los placeres de la caza, la danza, la equitación, el juego de pelota y los naipes. La corte de los Austrias olvida el tono austero que le había impreso el sobrio Felipe II, para coonvertirse en una casa de disipados locos, entregados a todas las diversiones y extravagancias.
El rey salía a cazar a las cuatro de la mañana, y a veces no se encerraba hasta las once de la noche. Su pasión por la caza pasaba por encima de todo. Incluso cuando murió su esposa, doña Margarita (1611), no dudó en marcharse a su cazadero de La Ventosilla para distraerse con su diversión preferida. Lerma, a quien Contarini llamó "gran tahur", aficionó a Felipe III al juego de las cartas. Sobre el tapete verde se organizaban timbas en las que el rey, en ocasiones, llegaba a perder hasta 50.000 ducados que le ganaban los gentileshombres de su cámara, como el conde de Gelves, sobrino del duque de Lerma.
La afición del rey a los toros también fue cosa del duque de Lerma. Este personaje parece haber sido el primero que construyó, o pensó construir, una plaza de toros. La corrida, en aquella época, no solía celebrarse con un programa y unos ritos semejantes a los modernos. Las más extrañas complicaciones se inventaban para amenizar la fiesta. En una ocasión, estando el rey en Valladolid (1607), se hicieronn luchar a un toro y a un león. En 1614, en otra de estas corridas, celebrada en Madrid, se enfrentaron un tigre, un oso y un caballo. La cantida de corridas que se celebraron en toda España, incluso en los más insignificantes lugares, para honrar y distraer al soberano, fue, según el cronista Cabrera, pasmosa.
Al mismo tiempo que la corte gana en importancia y aumentan los nobles que acuden a ella, se observa una progresiva relajación en las costumbres. Bien es verdad que el rey mostró su apatía incluso en el pecado. Él fue el primero de los reyes de la casa de Trastámara que no tuvo hijos bastardos y el único entre los de la casa de Austria, si excluímos al impotente Carlos II. Mas la violencia y la lascivia hacían estragos entre los cortesanos. Los asesinatos y venganzas personales, los adulterios y atropellos a la decencia estaban a la orden del día.
La religiosidad comienza a manifestar también crecientes muestras de degeneración en el aumento de supersticiones y en el cultivo de la devoción formalista que, poco a poco, iría despojando de la profundidad que la había caracterizado en los años precedentes. La corte comienza a manifestar su creciente interés por prestar oídos a los santos vivientes, es decir, a los frailes y monjas famosos por sus virtudes, a los que el rey gusta de visitar en sus conventos.
Par apartar al rey de aquellos que habrían podido influir en él en contra de sus designios, el duque de Lerma pensó en trasladar la corte a Valladolid. Madrid era, en efecto, poco favorable para los intereses del valido, pues en ella, en el convento de las Descalzas Reales, residía en 1576 la emperatriz María, que había vuelto a España al quedar viuda de Maximiliano II, y que apoyaba a los enemigos del duque de Lerma. El traslado a Valladolid tuvo lugar en 1601, y allí permaneció la corte durante cinco años. En aquel baile de idas y venidas, Valladolid y Madrid pagaron los gastos, pues para conseguir la capitalidad del reino, vallisoletanos y madrileños rivalizaron en llenar de oro las arcas del duque de Lerma.
¿Hubo entonces alguna gestión positiva en el gobierno de Lerma? Bien poco fue; la única, posiblemente, consistió en la firma de la Tregua de los Doce Años con los holandeses, que se llevó a cabo en 1609. Desde los días en que Felipe II había entregado la soberanía de los Países Bajos a Alberto e Isabel Clara Eugenia, los conflictos de las provincias leales del sur y las rebeldes del norte habían proseguido. Mauricio de Nassau, general de los rebeldes holandeses, había derrotado a los católicos en las Dunas (1600) y en Rhinberg (1601).
Felipe III, como hermano de Isabel Clara y como paladín de la causa católica, optó por enviar a Flandes los tercios españoles de Italia, con los que Alberto puso sitio a la plaza de Ostende. Los protestantes, que contaban con la ayuda de Inglaterra y con la de los príncipes protestantes alemanes, tenían en un serio aprieto a los ejércitos católicos cuando se ofrecieron a dirigirlos dos genoveses, los hermanos Federico y Ambrosio de Spínola . Este último logró entrar en Ostende (1603). Ambrosio, en recompensa, fue nombrado general, gobernador y superintendente de los ejércitos de Flandes y recibió órdenes de proseguir las operaciones. La campaña de 1606 fue favorable para los católicos, si bien ambos contendientes se hallaban en una situación desastrosa. El archiduque Alberto optó entonces por inicir negociaciones con el enemigo. Las condiciones que Felipe III exigía eran inadmisibles para los holandeses. Las negociaciones se hicieron extremadamente difíciles, sobre todo por la firmeza que el gobierno español mostraba en no reunciar a su soberanía nominial sobre las provincias del orte, mientras no se garantizase en ellas el libre ejercicio de la religión católica. Finalmente se acordó la firma de la mencionada tregua (9 de abril de 1609) entre el archiduque Alberto y Felipe III, de una parte, y las provincias unidas de Holanda, de la otra. Esta tregua, conocida también como Tregua de la Haya, constituyó la base sobre la que se formó el futuro pueblo holandés y la culminación de una ingente serie de esfuerzos por alcanzar la independencia, que había cristalizado en la contienda mantenida desde hacía cuarenta y dos años contra el poder de España. Para éstas, aquella tregua fue un paso más hacia el desmembramiento de su Imperio colonial, un serio peligro para los territorios hispano-portugueses, a cuyo asalto no tardaron en lanzarse los holandeses. En consecuencia, Portugal tuvo que ver con amargura cómo sus propios dominios se disgregaban, al no impedir España la continua expansión de los marinos y mercaderes holandeses. Finalmente, aquella tregua constituyó también la quiebra del sistema de valores que desde hacía más de un siglo habían inspirado la política española.

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