25 ene 2016

EL DUQUE DE LERMA

La política pacifista que Felipe II había seguido en sus últimos años, luchando por quitarse de encima los enormes cmpromisos militares y políticos en que se había visto envuelto, permitió que el reinado de Felipe III se inaugurase bajo un clima de optimismo esperanzado. Habria sido el momento oportuno para atender a los arbitristas, entre cuyos proyectos no faltaban acertadas propuesta, y llevar a cabo una reforma de cuanto en España era necesario reformar. Así, proponían que los gastos del gobierno fuesen reducidos, que se volviese a estudiar el sistema tributario castellano y que los otros reinos contribuyesen en mayor cantidadd al erario real, que se estimulasse la inmigración y la repoblación de Castilla, que se regasen los campos, que se hiciesen navegables los ríos y que se protegiese y estimulase la agricultura y la industria. Pero no fue así. España no tuvo, a la sazón, un rey capaz de dirigir la necesaria política de reformas, ni el rey tuvo un valido capaz de realizar lo que él mismo era incapaz de hacer.
El mismo día en que murió Felipe II, el ministro don Cristóbal de Moura entró en la cámara de Felipe III con las carpetas de los asuntos que se debían despachar. El nuevo rey le ordenó que los dejase sobre la mesa y que se marchase. Luego mandó venir a don Francisco de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, y le encomendó que los despachara por sí mismo. Don Francisco de Sandoval, que era nieto de San Francisco de Borja y descendiente, por tanto, de Fernando el Católico, había frecuentado la corte de Felipe II como grande y gentilhombre de Cámara y, como tal, había teido acceso al trato con el príncipe heredero, que le favoreció con su amistad. Felipe II, temiendo su influjo, lo envió a Valencia en 1592 como virrey; pero poco después cometió la imprudencia de nombrarlo caballerizo mayor del príncipe.
Desde el momento en que Felipe III le encargó del despacho, la carrera del marqués de Denia asciende meteóricamente. Desde el 18 de diciembre de 1598, fecha en que le juró los cargos de sumiller de Corps y de caballero (que equivalían a la privanza), los privilegios, honores, regalos y títulos se acumularon sobre él. De entre todos los que Felipe III le concedió, el más destacado fue el de duque de Lerma, por el que este valido pasaría a la Historia. Desde los tiempos de don Álvaro de Luna, en la primera mitad del siglo XV, ningún otro vasallo tuvo más influencia que el duque de Lerma sobre la persona de un monarca, y lo mismo que don Álvaro, también el duque de Lerma se destacó por su nepotismo y por su codicia.
Lerma no se contentó con chupar ávidamente del rey todos los ducados que sonaban a su alrededor. Sus propios hijos recibieron riquezas y títulos sólo inferiores a los acaparados por su padre. Numerosas villas pertenecientes a la Corona pasaron a poder del duque de Lerma y de sus protegidos. Sus parientes, sus amigos, sus criados, todos los que se acercaron a él prosperaron prodigiosamente; pero ningunos otros lo hicieron de forma tan escandalosa como estos dos personajes: don Pedro de Franqueza, hijo de unos campesinos catalenes, que, gracias a Lerma, consiguió el título de conde de Villalonga y los cargos de secretario y consejero de Hacienda. Cuando cayó del poder, en 1607, de una forma tan rápida como había subido a él, fue condenado a pagar, por malversación de fondos, la enorme cantidad de 1.500.000 ducados, casi la quinta parte del presupuesto anual de la Corona. El otro gran protegido del duque de Lerma fue don Rodrigo Calderón, que en poco tiempo se convirtió en el principal intermediario entre su patrón el duque, del mismo modo que el duque lo era entre el rey y todos los demás. Don Rodrigo, a quien se dieron los títulos de conde de Oliva y marqués de las Siete Iglesias, cometió un sinnúmero de irregularidades que le valieron, tras su caída, la ejecución pública durante el reinado de Felipe IV.
Con gobernantes tales como Lerma, Franqueza y Calderón era imposible llevar a cabo cualquier reforma que pudiese perjudicar al clan de los privilegiados que se apiñaban en torno al omnipotente valido.

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