En Roma reina a la sazón un papa santo, Pío V, hombre de recia espiritualidad que no quiere saber nada de maquiavélicas razones de Estado. Durante años ha luchado en Italia contra la herejía, como inquisidor; ha excomulgado a Isabel de Inglaterra; ha puesto toda su voluntad en acelerar la reforma católica; planea una gran cruzada contra los protestantes, y ahora, ante el creciente peligro turco, no está dispuesto a consentir que las potencias cristianas se nieguen a contribuir a una cruzada contra el Islam en el nombre de sus intereses particulares. Ya hacía tiempo que venía trabajando en formar una liga antiturca. Cuando Felipe tuvo noticias de ello, escribió a su embajador en roma: "En caso de que Su Santidad os tratare de ellos, procuréis de estorbarlo y desviarlo". Después de la caída de Chipre, el Papa volvió a insistir en tales términos, que Felipe accedió a regañadientes a enviar una escuadra para que, en unión de las flotas pontificia y veneciana, llevara socorros a Chipre. Mas las diferencias entre los jefes y la indisciplina de las tropas les obligaron a regresar antes de haber llegado al teatro de operaciones.
El Papa, sin embargo, no se amilanó. Desde junio de 1570 vuelve a la carga, tratando de convencer a Felipe. Sus argumentos eran, en realidad, de peso:
"Está claro -había de decir a Felipe II el embajador pontificio- que uno de los motivos principales del Turco para atacara los venecianos es que cree que se encontrarán solos, sin la esperanza de poderse aliar con Su Majestad, por hallarse ocupado con los moros de Granada y no poder competir con ambos".
El sultán, ciertamente, había atacado a Chipre convencido de que Felipe, ocupado todavía con los moriscos, no haría nada para evitarlo. Pero en España, a raíz de aquella guerra de Granada, había resucitado el antiguo espíritu de cruzada que había convertido en una prolongación de la Reconquista la guerra de las Alpujarras. Por otra parte, la derrota de los venecianos, que constituían la vanguardia extrema de la cristiandad en el Oriente, dejaba al descubierto las defensas mediterráneas de Felipe, que ahora se encontraban cara a cara con las avanzadillas turcas. En último término, si Felipe no se adhería a la liga, el Papa estaba dispuesto a suspender la percepción e los 400.000 ducados que el rey se embolsaba por el concepto de cruzada.
Afortunadamente, por aquellos días era bastante tranquila la situación en los Países Bajos, donde la mano de hierro del duque de Alba había logrado reprimir la revolución. Amparado por esta favorable coyuntura, Felipe aceptó entrar en la Liga Santa patrocinada por el Pontífice. Cerca de un año duraron las negociaciones. Por fin se convino en formar una liga ofensiva y defensiva, con una duración míima de doce años. Venecia quería atacar a los turcos en sus propias aguas; España prefería comenzar barriendo los enemigos que tenía en la costa norteafricana. Al fin se llegó a un acuerdo, poniendo como objetivo inmediato el señalado por Venecia y posponiendo para campañas sucesivas las acciones que proyectaba España. Los gastos se repartirían en la proporción siguiente: España cargaría con la mitad de los mismos; la otra mitad se repartiría entre el Papa (un tercio) y Venecia (dos tercios). El jefe de las tropas, tanto para las operaciones navales como para las terrestres, sería don Juan de Austria. Felipe, temeroso de que la juventud de su hermano le llevara a cometer alguna imprudencia irreparable, lo rodeó de un consejo de hombres experimentados, en el que figuraban don Luis de Requesens, Gian Andrea Doria, el marqués de Santa Cruz (don Álvaro de Bazán) y Juan de Cardona. Requesens acompañaría a don Juan de Austria en su misma galera, con el encargo de revisar todas las órdenes que firmase el joven general.
En Mesina se concentraron todas las fuerzas de los aliados. La flota pontificia tenía como comandante a Marco Antonio Colonna; la veneciana a Sebastián Veniero. En total, la escuadra cristiana reunía 208 galeras, 24 cargueros, 30 fragatas españolas y seis galeazas aportadas por Venecia, barcos estos últimos que podrían compararse a los modernos acorazados, pues iban magníficamente artillados por los cuatro costados. A última hora, don Juan de Austria ordenó que se cortasen los espolones a muchos de los buques para facilitar la acción de la artillería y las maniobras de abordaje. En realidad, la batalla que se preparabasería un combate cuerpo a cuerpo, como los que tenían lugar en las batallas campales, con la única diferencia de que en este caso el campo sería la cubierta de los buques.
Sin contar la gente que formaban la marinería y la chusma de remeros, la expedición incluía unos 2.000 guerreros enviados por el Papa, unos 8.000 venecianos y más de 20.000 aportados por Felipe II, de los cuales, unos 8.000 eran españoles nativos, repartidos en los cuatro tercios de Lope de Figueroa, Pedro Padilla, Diego Enríquez y Miguel de Moncada; cerca de 5.000 eran alemanes, y los italianos formaban un contingente parecido. Todavía se podía contar un buen número de voluntarios de las más diversas procedencias y un nutrido grupo de nobles. En total, el ejército expedicionario superaba los 30.000 hombres.
El 15 de septiembre la flota zarpó de Mesina, cuando la proximidad del otoño comenzaba a hacer peligrosa la navegación. El 29 de septiembre tuvieron los cristianos las primeras noticias sobre la situación de la flota turca: se había internado en el estrecho y profundo golfo de Lepanto, el mismo que hoy conocemos con el nombre de Golfo de Corinto. La flota turca, mandada por Al Pachá (Alí Bajá), había paado todo el verano saqueando las costas del Adriático. Al llegar el otoño, las tropas estaban cansadas. Su jefe había conducido la flota a Lepanto para darle un descanso. Pero en estas circunstancias se presentó la flota cristiana en la embocadura del golfo, cortando la salida en una extensión de unas cinco millas. Frente a los 208 buques de los aliados, venían 230 de los turcos, a los que también se unieron las naves del corsario argelino Uluch Alí. Hacia el mediodía, ambas escuadras se habían desplegado para la lucha. Un suave viento de poniente comenzó a soplar, hinchando las velas de la flota cristiana.
El Papa, sin embargo, no se amilanó. Desde junio de 1570 vuelve a la carga, tratando de convencer a Felipe. Sus argumentos eran, en realidad, de peso:
"Está claro -había de decir a Felipe II el embajador pontificio- que uno de los motivos principales del Turco para atacara los venecianos es que cree que se encontrarán solos, sin la esperanza de poderse aliar con Su Majestad, por hallarse ocupado con los moros de Granada y no poder competir con ambos".
El sultán, ciertamente, había atacado a Chipre convencido de que Felipe, ocupado todavía con los moriscos, no haría nada para evitarlo. Pero en España, a raíz de aquella guerra de Granada, había resucitado el antiguo espíritu de cruzada que había convertido en una prolongación de la Reconquista la guerra de las Alpujarras. Por otra parte, la derrota de los venecianos, que constituían la vanguardia extrema de la cristiandad en el Oriente, dejaba al descubierto las defensas mediterráneas de Felipe, que ahora se encontraban cara a cara con las avanzadillas turcas. En último término, si Felipe no se adhería a la liga, el Papa estaba dispuesto a suspender la percepción e los 400.000 ducados que el rey se embolsaba por el concepto de cruzada.
Afortunadamente, por aquellos días era bastante tranquila la situación en los Países Bajos, donde la mano de hierro del duque de Alba había logrado reprimir la revolución. Amparado por esta favorable coyuntura, Felipe aceptó entrar en la Liga Santa patrocinada por el Pontífice. Cerca de un año duraron las negociaciones. Por fin se convino en formar una liga ofensiva y defensiva, con una duración míima de doce años. Venecia quería atacar a los turcos en sus propias aguas; España prefería comenzar barriendo los enemigos que tenía en la costa norteafricana. Al fin se llegó a un acuerdo, poniendo como objetivo inmediato el señalado por Venecia y posponiendo para campañas sucesivas las acciones que proyectaba España. Los gastos se repartirían en la proporción siguiente: España cargaría con la mitad de los mismos; la otra mitad se repartiría entre el Papa (un tercio) y Venecia (dos tercios). El jefe de las tropas, tanto para las operaciones navales como para las terrestres, sería don Juan de Austria. Felipe, temeroso de que la juventud de su hermano le llevara a cometer alguna imprudencia irreparable, lo rodeó de un consejo de hombres experimentados, en el que figuraban don Luis de Requesens, Gian Andrea Doria, el marqués de Santa Cruz (don Álvaro de Bazán) y Juan de Cardona. Requesens acompañaría a don Juan de Austria en su misma galera, con el encargo de revisar todas las órdenes que firmase el joven general.
En Mesina se concentraron todas las fuerzas de los aliados. La flota pontificia tenía como comandante a Marco Antonio Colonna; la veneciana a Sebastián Veniero. En total, la escuadra cristiana reunía 208 galeras, 24 cargueros, 30 fragatas españolas y seis galeazas aportadas por Venecia, barcos estos últimos que podrían compararse a los modernos acorazados, pues iban magníficamente artillados por los cuatro costados. A última hora, don Juan de Austria ordenó que se cortasen los espolones a muchos de los buques para facilitar la acción de la artillería y las maniobras de abordaje. En realidad, la batalla que se preparabasería un combate cuerpo a cuerpo, como los que tenían lugar en las batallas campales, con la única diferencia de que en este caso el campo sería la cubierta de los buques.
Sin contar la gente que formaban la marinería y la chusma de remeros, la expedición incluía unos 2.000 guerreros enviados por el Papa, unos 8.000 venecianos y más de 20.000 aportados por Felipe II, de los cuales, unos 8.000 eran españoles nativos, repartidos en los cuatro tercios de Lope de Figueroa, Pedro Padilla, Diego Enríquez y Miguel de Moncada; cerca de 5.000 eran alemanes, y los italianos formaban un contingente parecido. Todavía se podía contar un buen número de voluntarios de las más diversas procedencias y un nutrido grupo de nobles. En total, el ejército expedicionario superaba los 30.000 hombres.
El 15 de septiembre la flota zarpó de Mesina, cuando la proximidad del otoño comenzaba a hacer peligrosa la navegación. El 29 de septiembre tuvieron los cristianos las primeras noticias sobre la situación de la flota turca: se había internado en el estrecho y profundo golfo de Lepanto, el mismo que hoy conocemos con el nombre de Golfo de Corinto. La flota turca, mandada por Al Pachá (Alí Bajá), había paado todo el verano saqueando las costas del Adriático. Al llegar el otoño, las tropas estaban cansadas. Su jefe había conducido la flota a Lepanto para darle un descanso. Pero en estas circunstancias se presentó la flota cristiana en la embocadura del golfo, cortando la salida en una extensión de unas cinco millas. Frente a los 208 buques de los aliados, venían 230 de los turcos, a los que también se unieron las naves del corsario argelino Uluch Alí. Hacia el mediodía, ambas escuadras se habían desplegado para la lucha. Un suave viento de poniente comenzó a soplar, hinchando las velas de la flota cristiana.
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