17 dic 2015

LA ÚLTIMA CRUZADA (VI)

En largas hileras, esposados y encadenados, los moriscos fueron conducidos a las ciudades y aldeas de Extremadura, Galicia, la Mancha y Castilla León. De los 150.000 deportados, unos 30.000 perecieron durante el penoso viaje, que se hizo en medio de los rigores del invierno.
Las tierras abandonadas por los moriscos fueron confiscadas por la Corona y se repoblaron con unas 13.000 familias procedentes de Galicia, Asturias, León y Burgos. Mas no por ello terminaron los problemas. Los colonos pronto se dieron cuenta de que las mejores tierras, las de los llanos, ya las habían ocupado muchos cristianos viejos granadinos. Muchos se marcharon desilusionados. Otros se quedaron, pero en condiciones de vida tan miserables como unos setenta años después describió el escritor Bermúdez de Pedraza:

"Los que viven en estas montañas (las Alpujarras) son cristianos viejos; no tienen ni una gota de sangre impura en sus venas; son súbditos de un rey católico; con todo, por falta de maestros y como resultado de la opresión de que son víctimas, son tan ignorantes de lo que deberían saber para obtener la salvación eterna que apenas sin conservan algunas pocas huellas de la religión cristiana. ¿Queréis creer, lo que Dios no permita, que si hoy los infieles se adueñaran de este país, esta gente no tardaría mucho en abandonar su fe y en abrazar la de los conquistadores?".

Tampoco se consiguió convertir a los moriscos deportados en cristianos y en españoles. Hostilizados por la población cristiana entre la que se veían obligados a vivir, se encerraron más y más en sus propias comunidades. Muchos huyeron de las aldeas y se refugiaron en las ciudades, donde su presencia se notaba menos y donde podían prosperar en la industria y el comercio. Otros volvieron a Granada, de donde se les volvió a expulsar en 1584, ante el temor de un nuevo levantamiento en connivencia con una temida invasión inglesa. En toda Castilla se hicieron odiados y sospechosos, no sólo por sus creencias religiosas, sino por motivos mucho más materiales. En realidad, ni la victoria militar ni la deportación de la población vencida resolvió el problema morisco. El fracaso de todos los intentos de asimilación se evidenciaría cuando en 1609 se les expulsó del país, como se verá, gesto que no era ni más ni menos que una confesión de impotencia.
En elmismo año de 1570, los moros argelinos expulsan a los españoles de Túnez. También en esta fecha comienza a dar señales de agresividad la flota del nuevo sultán, Selim II. En el extremo oriental del Mediterráneo, la isla de Chipre, propiedad de la República de Venecia, es ocupada por los turcos. Venecia perdía Chipre y, con ella, sus ricas plantaciones de caña de azúcar, sus minas de sal y su producción de algodón y vino. De todas formas, Venecia no estaba dispuesta a declarar la guerra al turo, porque sus intereses comerciales en el Oriente eran todavía mucho más amplios. Un conflicto generalizado habría yugulado el intenso tráfico de mercancías que llegaban a Venecia desde el lejano Oriente y el sur de Rusia, a través de los puertos y estrechos dominados por los turcos. En último extremo, solamente España podría obligar a los venecianos a aliearse en una guerra total contra el turco. Pero el rey Felipe no tomaba posturas defiidas. Por una parte, le interesaba mantener el estado de guerra contra los turcos, porque ello le permitía retener en su provecho cuantiosas rentas que se recaudaban en concepto de dinero de cruzada; pero por otra, prefería encadenar y prorrogar las treguas, sin comprometerse en aventuras bélicas decisivas.

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