El Siglo de Oro español se abre, pues, a partir del repliegue general que sigue a la Contrarreforma. En España conviven dos visiones de la vida, del hombre y de la historia: la heroica y la antiheroica, la triunfalista y la realista, la España encantada de los sublimes ideales fantasmagóricos y la no menos encantada del realismo desgarrado y del naturalismo pesimista. Podríamos rastrear esta doble tendencia no sólo en las producciones literarias de finales del siglo XVI y del XVII, sio también en todas las otras manifestaciones de la cultura de esta época. Ante el reto de los tiempos modernos, conviven en el país dos posturas antagónicas: la que vive de espaldas a la realidad urgente, la que se empeña en mantener una hegemonía para la que carece de base real, la que tranquiliza su conciencia con la contemplación de una hermosa constelación de dogmas políticos y religiosos y, frente a ella, la que vive demasiado intensamente el dolor y la miseria de la vida cotidiana y se recrea en su propia postración.
La Iglesia católica, y especialmente el Estado católico español, sienten el dolor de reconocer que se han perdido para la Iglesia y para el Imperio los amplios territorios de Europa. Ante este hecho, parte de la sociedad trata de consolarse insistiendo en el valor de lo que todavía se conserva y en las amplias posibilidades que ofrecen las tierras donde se puede sembrar una semilla que no ha fructificado en Europa. Su actitud es la de pensar que no ha ocurrido nada, que todo sigue intacto, e incluso más esplendoroso todavía, que el catolicismo se ha restaurado con un nuevo vigor, que los ideales polítio-monárquicos siguen plenamente vigentes, a pesar de la tormenta protestante. De esta actitud nace el gusto por las manifestaciones artísticas triunfalistas, las grandes composiciones mitológicas que presentan a los modernos líderes de la cristiandad como la reencarnación de los antiguos héroes de la leyenda, las monumentales composiciones alegórico-religiosas que realzan el triunfo de la santidad, los aparatosos "autos sacramentales" que despliegan la grandeza de los dogmas en un lenguaje asequible para el pueblo... Pero junto a esta visión del mundo, hay otra que capta lo real bajo aquella apariencia. Y la realidad se detecta como algo contrapuesto a lo que oficialmente se proclama: el país sufre, las gentes se empobrecen y se mueren de hambre, las coronas y las tiaras paran en la nada y en la muerte. Frente al héroe surge el antihéroe de las novelas picarescas. Frente al triunfo de la santidad y de la gloria humana, aparece en esta otra tendencia el dolor del pueblo, al que Dios no es insensible, coo lo muestran las imágenes que el pueblo gusta venerar en sus templos y que exhibe en sus procesiones. Frente al esplendor de los poderes políticos y religiosos de este mundo, se hace presente la muerte que todo lo barre y que iguala a todos los mortales. Los pintores que realizan los retratos de los reyes y de los próceres saben introducir en sus pinceles hasta los más recónditos entresijos del alma de sus clientes para sorprender, bajo su grandeza circunstancial, su miseria esencial. Las gentes del pueblo sirven de modelo a los pintores, que las introducen en los cuadros de carácter religioso, aunque las vistan de los ropajes triunfales que prefieren ponerles quienes pagan los cuadros. Del mismo modo, frente a la limpidez dogmática y a las sutilidades místicas, se va levantando, como una marea incontenible, una religiosidad mistificada, impregnada de supersitición, fruto del fideísmo que se ha exigido a las masas cuando no se ha cuidado de proporcionarles una instrucción que dé un mínimo de racionabilidad a sus creencias. Poco a poco irán degenerando los altos ideales religiosos que habían movido a la sociedad española, hasta que sean sustituidos por un amasijo de devociones accesorias, prácticas rutinarias y carentes de sentido, características que ofrecerá la religiosidad de la sociedad española conforme vaya avanzando la centuria siguiente.
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La Iglesia católica, y especialmente el Estado católico español, sienten el dolor de reconocer que se han perdido para la Iglesia y para el Imperio los amplios territorios de Europa. Ante este hecho, parte de la sociedad trata de consolarse insistiendo en el valor de lo que todavía se conserva y en las amplias posibilidades que ofrecen las tierras donde se puede sembrar una semilla que no ha fructificado en Europa. Su actitud es la de pensar que no ha ocurrido nada, que todo sigue intacto, e incluso más esplendoroso todavía, que el catolicismo se ha restaurado con un nuevo vigor, que los ideales polítio-monárquicos siguen plenamente vigentes, a pesar de la tormenta protestante. De esta actitud nace el gusto por las manifestaciones artísticas triunfalistas, las grandes composiciones mitológicas que presentan a los modernos líderes de la cristiandad como la reencarnación de los antiguos héroes de la leyenda, las monumentales composiciones alegórico-religiosas que realzan el triunfo de la santidad, los aparatosos "autos sacramentales" que despliegan la grandeza de los dogmas en un lenguaje asequible para el pueblo... Pero junto a esta visión del mundo, hay otra que capta lo real bajo aquella apariencia. Y la realidad se detecta como algo contrapuesto a lo que oficialmente se proclama: el país sufre, las gentes se empobrecen y se mueren de hambre, las coronas y las tiaras paran en la nada y en la muerte. Frente al héroe surge el antihéroe de las novelas picarescas. Frente al triunfo de la santidad y de la gloria humana, aparece en esta otra tendencia el dolor del pueblo, al que Dios no es insensible, coo lo muestran las imágenes que el pueblo gusta venerar en sus templos y que exhibe en sus procesiones. Frente al esplendor de los poderes políticos y religiosos de este mundo, se hace presente la muerte que todo lo barre y que iguala a todos los mortales. Los pintores que realizan los retratos de los reyes y de los próceres saben introducir en sus pinceles hasta los más recónditos entresijos del alma de sus clientes para sorprender, bajo su grandeza circunstancial, su miseria esencial. Las gentes del pueblo sirven de modelo a los pintores, que las introducen en los cuadros de carácter religioso, aunque las vistan de los ropajes triunfales que prefieren ponerles quienes pagan los cuadros. Del mismo modo, frente a la limpidez dogmática y a las sutilidades místicas, se va levantando, como una marea incontenible, una religiosidad mistificada, impregnada de supersitición, fruto del fideísmo que se ha exigido a las masas cuando no se ha cuidado de proporcionarles una instrucción que dé un mínimo de racionabilidad a sus creencias. Poco a poco irán degenerando los altos ideales religiosos que habían movido a la sociedad española, hasta que sean sustituidos por un amasijo de devociones accesorias, prácticas rutinarias y carentes de sentido, características que ofrecerá la religiosidad de la sociedad española conforme vaya avanzando la centuria siguiente.
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