24 dic 2015

EL IMPERIO DONDE NO SE PONÍA EL SOL (IV)

El cardenal don Enrique, tío-abuelo del desaparecido Sebastián, fue jurado rey en Lisboa en cuanto se conoció la noticia de desastre. Don Enrique ya era de edad avanzada, sufría de ataques epilépticos y temblaban constantemente sus manos y su cabeza (¿parkinson?). Nadie dudaba de que no tardaría en morir. Aunque durase algunos años, tanto su edad como su condición de eclesiástico parecían serios obstáculos para pensar en que pudiese dejar sucesión. Sin embargo, los portugueses lo intentaron todo. Pidieron al Papa que le liberase de guardar el celibato y pensaron en casarlo, aunque fuese con una mujer ya embarazada; el caso era asegurar como fuese un heredero que impidiese a Felipe II entrar en Portugal.
El monarca español, mientras tanto, no se dormía precisamente. En realidad, en caso de que muriese don Enrique, él era quien más derecho tenia a la sucesión, como nieto de don Manuel el Afortunado por su madre Isabel. No obstante, en seguida surgieron otros muchos candidatos, movidos, más que por el deseo de reinar, por el de obtener alguna compensación económica de Felipe a cambio de su retirada. El único que podía alegar unos derechos capaces de competir con los de Felipe era el prior de Crato, don Antonio, nieto también de don Manuel el Afortunado y (en esto aventajaba a Felipe) por línea masculina. Pero tenía en su contra el ser hijo bastardo de Luis, duque de Beja, que lo había tenido de una hermosa judía, doña Violante Gómez, a quien llamaban "la Pelicana", porque su belleza se hacía mucho más interesante por su prematura canicie. Los judíos y conversos del país, así como el bajo pueblo y el bajo clero, apoyaban a don Antonio; mas a éste le era difícil optar al trono, ya que se encontraba en Marruecos, donde había caído prisionero después de la batalla de Alcázarquivir. En estas circunstancias, el duque de Medina-Sidonia, sin percatarse del alcance de su gesto, en un arranque de generosidad que iba a perjudicar a su rey, Felipe, pagó el rescate del prior de Crato, y éste volvió a Portugal.
Felipe, desde hacía algún tiempo, había desencadenado una poderosa campaña de propaganda en favor de su candidatura. Su embajador don Cristóbal de Moura coordinaba aquel esfuerzo diplomático. Las universidades de España fueron consultadas sobre los derechos que asistían a Felipe. Otros jurisconsultos portugueses emitieron también su dictamen sobre el particular. Moura, repartiendo y prometiendo oro a raudales, consiguió atraerse numerosos partidarios, hasta lograr poner en pie un partido castellanófilo. Felipe, al mismo tiempo, sembró el país con cartas a todos los personajes influyentes , en las que, entre promesas veladas, veladas amenazas y menos veladas alusiones a su poderío militar, exponía sus derechos a la corona portuguesa. A los comerciantes no costó convencerles. La unión entre Portugal y España les facilitaría la adquisición de laplata que necesitaban para continuar sus negocios y acrecentarlos. La nobleza y el alto clero, en último término, también se inclinaban del lado de Felipe. Así se evidenció en las Cortes que el decrépito rey Enrique reunió en enero de 1580. Antes de terminarlas, hizo anunciar su resolución de proclamar rey a Felipe II. Pocos días después, el rey Enrique falleció.


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