Los frailes de su orden, viendo la influencia de que gozaba el guardián de La Salceda por su cargo de confesor de la reina, se apresuraron a elegirle provincial (primavera de 1494). Cisneros, deseoso de introducir la observancia en todos los conventos franciscanos, aceptó sin más. Inmediatamente eligió como secretario y acompañante a un fraile muy joven y despierto, de muy linda voz, llamado Francisco Ruiz. Ambos se dedicaron a recorrer todos los conventos franciscanos de la provincia franciscana de Castilla, que comprendía la mayor parte de España, llevando su equipaje en un burro al que llamaban Benitillo.
En 1495 le llega su última hora al cardenal Mendoza. Los reyes acudieron a Guadalajara, donde se apagaba la vida del ilustre prócer, con tiempo para oír de su boca los últimos consejos y recomendaciones. Una de sus más encarecidas peticiones fue la de que para la silla de Toledo, que él dejaba vacante, nombrasen a un religioso y no a un noble o pariente de nobles. A los cuarenta días de la muerte de Mendoza, los reyes cumplían este su último deseo y Toledo tenía un nuevo arzobispo: Cisneros.
Se cuenta que el fraile, al conocer de boca de la reina misma su nombramiento, dejó caer al suelo el breve del Papa y huyó de Madrid, de forma que la reina, condescendiente, tuvo que enviar en pos de él a unos caballeros para que le hiciesen volver. Es posible que esta anécdota fuese inventada por complacientes cronistas. El hecho es que Cisneros aceptó aquel cargo, que le convertía en administrador de un obispado cuya riqueza y poderío nada tenía que envidiar a los más grandes señoríos del reino.
Los reyes esperaban que un hombre tan despegado de las riquezas como Cisneros no tomaría a mal que ellos recortaran su poderío temporal y transfiriesen a las arcas de la Corona parte de las pingües rentas de la diócesis toledana. Se equivocaron de plano. Cisneros no tenía interés en llevar la mitra, pero si aceptaba era a condición de que naddie tocase en su diócesis ni la punta de un alfiler. Y así se hizo. Él, sin embargo, vivía con tal sobriedad que el mismo Papa tuvo que ordenarle que, aun evitando el lujo y el boato, procurara ostentar en su vestido y servicio el ornato que pertenecía a su dignidad. Cisneros, no obstante, no renunció a su vida religiosa. Entre todas las condiciones que puso para aceptar exigió que se le permitiera elegir una pequeña comunidad de diez frailes franciscanos para que le acompañaran continuamente. Y si bien tuvo que aceptar los signos externos de su alta dignidad, en su vida privada siguió aferrado a las más severas austeriades. Llevaba un áspero hábito bajo sus sayas episcopales y dormía en una tabla a la que puso ruedas para mejor poder esconderla debajo de su cama de gran señor eclesiástico.
Por aquellas fechas, los reyes, interesados en reformar las costumbres de los religiosos del reino, habían obtenido del Papa una bula en la que se les facultaba para elegir a una persona que se encargara de llevar a cabo la reforma del clero regular y también de todos los conventos y monasterios, de frailes o monjas, del reino. Una vez más los reyes acudieron a Cisneros, a quien se encomendó la vuelta a la observancia de las órdenes monásticas. Muchas de ellas habían iniciado ya la reforma, como los benedictinos, los cistercienses, augustinos, dominicos, etc. Los franciscanos también la habian comenzado con el ya mencionado fray Pedro de Villacreces, pero la reforma no se había extendido suficientemente entre ellos, sino que se había topado con la oposición de los franciscanos claustrales o conventuales, hasta el punto de que Cisneros reconocía que su órden era "la más necesitada de reformación" (SIC). La relajación de los franciscanos conventuales se evidenciaba en el contraste que ofrecía la pobreza exigida por las reglas de su fundador y las riquezas, heredades, rentas y comodidades de que disfrutaban muchos conventos al amparo de poco edificantes dispensas pontificias.
Cisneros se puso inmediatamente manos a la obra. Sus procedimientos fueron expeditivos y sus decisiones inapelables. Ni la blandura ni la persuasión eran sus rasgos característicos. Comenzaba reuniendo a los frailes; exhibía los poderes que el Papa y los reyes le habían concedido y les espetaba un sermón, recordándoles la obligación que tenían de observar sus reglas y costumbres con el primitivo rigor.
Muchas órdenes se sometieron sin más problema, pero los franciscanos conventuales no estaban por la labor.
En 1495 le llega su última hora al cardenal Mendoza. Los reyes acudieron a Guadalajara, donde se apagaba la vida del ilustre prócer, con tiempo para oír de su boca los últimos consejos y recomendaciones. Una de sus más encarecidas peticiones fue la de que para la silla de Toledo, que él dejaba vacante, nombrasen a un religioso y no a un noble o pariente de nobles. A los cuarenta días de la muerte de Mendoza, los reyes cumplían este su último deseo y Toledo tenía un nuevo arzobispo: Cisneros.
Se cuenta que el fraile, al conocer de boca de la reina misma su nombramiento, dejó caer al suelo el breve del Papa y huyó de Madrid, de forma que la reina, condescendiente, tuvo que enviar en pos de él a unos caballeros para que le hiciesen volver. Es posible que esta anécdota fuese inventada por complacientes cronistas. El hecho es que Cisneros aceptó aquel cargo, que le convertía en administrador de un obispado cuya riqueza y poderío nada tenía que envidiar a los más grandes señoríos del reino.
Los reyes esperaban que un hombre tan despegado de las riquezas como Cisneros no tomaría a mal que ellos recortaran su poderío temporal y transfiriesen a las arcas de la Corona parte de las pingües rentas de la diócesis toledana. Se equivocaron de plano. Cisneros no tenía interés en llevar la mitra, pero si aceptaba era a condición de que naddie tocase en su diócesis ni la punta de un alfiler. Y así se hizo. Él, sin embargo, vivía con tal sobriedad que el mismo Papa tuvo que ordenarle que, aun evitando el lujo y el boato, procurara ostentar en su vestido y servicio el ornato que pertenecía a su dignidad. Cisneros, no obstante, no renunció a su vida religiosa. Entre todas las condiciones que puso para aceptar exigió que se le permitiera elegir una pequeña comunidad de diez frailes franciscanos para que le acompañaran continuamente. Y si bien tuvo que aceptar los signos externos de su alta dignidad, en su vida privada siguió aferrado a las más severas austeriades. Llevaba un áspero hábito bajo sus sayas episcopales y dormía en una tabla a la que puso ruedas para mejor poder esconderla debajo de su cama de gran señor eclesiástico.
Por aquellas fechas, los reyes, interesados en reformar las costumbres de los religiosos del reino, habían obtenido del Papa una bula en la que se les facultaba para elegir a una persona que se encargara de llevar a cabo la reforma del clero regular y también de todos los conventos y monasterios, de frailes o monjas, del reino. Una vez más los reyes acudieron a Cisneros, a quien se encomendó la vuelta a la observancia de las órdenes monásticas. Muchas de ellas habían iniciado ya la reforma, como los benedictinos, los cistercienses, augustinos, dominicos, etc. Los franciscanos también la habian comenzado con el ya mencionado fray Pedro de Villacreces, pero la reforma no se había extendido suficientemente entre ellos, sino que se había topado con la oposición de los franciscanos claustrales o conventuales, hasta el punto de que Cisneros reconocía que su órden era "la más necesitada de reformación" (SIC). La relajación de los franciscanos conventuales se evidenciaba en el contraste que ofrecía la pobreza exigida por las reglas de su fundador y las riquezas, heredades, rentas y comodidades de que disfrutaban muchos conventos al amparo de poco edificantes dispensas pontificias.
Cisneros se puso inmediatamente manos a la obra. Sus procedimientos fueron expeditivos y sus decisiones inapelables. Ni la blandura ni la persuasión eran sus rasgos característicos. Comenzaba reuniendo a los frailes; exhibía los poderes que el Papa y los reyes le habían concedido y les espetaba un sermón, recordándoles la obligación que tenían de observar sus reglas y costumbres con el primitivo rigor.
Muchas órdenes se sometieron sin más problema, pero los franciscanos conventuales no estaban por la labor.
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