En agosto del 218 a. de C., el ejército romano, dirigido por Cneo Cornelio Escipión, desembarcó en el puerto de Emporion, procedente de Massalia. Por primera vez las legiones romanas ponían sus pies en la Península Ibérica. A su llegada, el país era un enorme campo erizado de poblados fortificados, habitado por gentes que empezaban a levantar la mirada por encima de las bardas de sus rediles y de los setos de sus huertos, para asomarse a un mundo superior. Los ojos se los habían abierto los cartagineses, que estaban haciendo guerreros de sus bandidos y generales de sus reyezuelos; ellos los habían puesto en contacto con otros hombres y otras tierras y les habían dado la primera noción de lo que era un Estado organizado, una comunidad superior.
Sólo cuando, seis siglos más tarde, el poder de Roma deje de sentirse en España el país volverá de nuevo a ser un campo sembraddo de ciudades amuralladas y oprimidas por el terror que inspiraban los invasores bárbaros. Pero ya llegaremos a eso.
Entre esos dos momentos que he descrito, los pueblos peninsulares vivieron una de las más extraordinarias experiencias de su historia. Por obra de Roma, los pueblos peninsulares se incorporaron plenamente a la vida estatal, la economía hispánica se integró en el mecanismo económico mediterráneo, la cultura clásica abrió nuevos horizontes a su desarrollo espiritual... en definitiva, todo se vería influído por el fecundo encuentro con el pueblo romano.
Sin embargo, cuando los augures que acompañaban a las tropas romanas examinaron el vuelo de las aves y las entrañas de las víctimas, en aquel agosto del 218 para predecir el futuro que les esperaba, ni ellos mismos podían aventurar lo que les iba a ocurrir. Aquella empresa no parecía tener para ellos otro objetivo que el de cortar el paso a los refuerzos y provisiones que, desde Hispania, podían serle enviados a Aníbal. Y con esa única idea, el jefe de las fuerzas dio a sus tropas la orden de avanzar hacia el Ebro.
Roma necesitaba ampliar su cabeza de puente ampuritana con una franja que abarcase el litoral levantino desde el Ebro a los Pirineos. Es de suponer que las ciudades coloniales costeras se pusiesen de inmediato del lado romano para sacudirse el yugo cartaginés. Pero hubo otras que también se resistieron, y los romanos tuvieron que tomarlas por la fuerza. Entre ellas estaba Cissa (tal vez Tarragona). Mientras los romanos se preparaban para tomarla, se presentaron las tropas cartaginesas que Aníbal había dejado en la zona catalana a las órdenes de Annón. Los ilergetes, con su rey Indibil al frente, también se les habían unido. La victoria de aquel primer enfrentamiento fue romana y, resultado de la misma, Escipión se hizo con todo lo que los soldados que había partido hacia los Alpes habían dejado allí en depósito para que no les estorbase durante su marcha. Con la llegada del invierno, las operaciones militares se paralizaron y ambos contendientes se dedicaron a preparar la próxima campaña.
... pero Aníbal, entretanto, y a pesar de lo avanzado de la estación, acometia temerariamente el paso de los Alpes a finales del mes de septiembre en una marcha cada vez más lenta y peligrosa cuyos problemas se vieron acentuados por el hostigamiento de las tribus alpinas. La falta de pastos para los elefantes hicieron que algunos de ellos muriesen durante la peligrosa travesía. Y, en definitiva, el ejército sufrió tales pérdidas que, cuando llegaron al valle del Po, sus efectivos se habían visto reducidos en casi un cincuenta por ciento.
Para saber más puedes leer HISTORIA ANTIGUA DE LAS ESPAÑAS siguiendo este ENLACE (zona euro) o en este otro ENLACE para el resto del Mundo.
Sólo cuando, seis siglos más tarde, el poder de Roma deje de sentirse en España el país volverá de nuevo a ser un campo sembraddo de ciudades amuralladas y oprimidas por el terror que inspiraban los invasores bárbaros. Pero ya llegaremos a eso.
Entre esos dos momentos que he descrito, los pueblos peninsulares vivieron una de las más extraordinarias experiencias de su historia. Por obra de Roma, los pueblos peninsulares se incorporaron plenamente a la vida estatal, la economía hispánica se integró en el mecanismo económico mediterráneo, la cultura clásica abrió nuevos horizontes a su desarrollo espiritual... en definitiva, todo se vería influído por el fecundo encuentro con el pueblo romano.
Sin embargo, cuando los augures que acompañaban a las tropas romanas examinaron el vuelo de las aves y las entrañas de las víctimas, en aquel agosto del 218 para predecir el futuro que les esperaba, ni ellos mismos podían aventurar lo que les iba a ocurrir. Aquella empresa no parecía tener para ellos otro objetivo que el de cortar el paso a los refuerzos y provisiones que, desde Hispania, podían serle enviados a Aníbal. Y con esa única idea, el jefe de las fuerzas dio a sus tropas la orden de avanzar hacia el Ebro.
Roma necesitaba ampliar su cabeza de puente ampuritana con una franja que abarcase el litoral levantino desde el Ebro a los Pirineos. Es de suponer que las ciudades coloniales costeras se pusiesen de inmediato del lado romano para sacudirse el yugo cartaginés. Pero hubo otras que también se resistieron, y los romanos tuvieron que tomarlas por la fuerza. Entre ellas estaba Cissa (tal vez Tarragona). Mientras los romanos se preparaban para tomarla, se presentaron las tropas cartaginesas que Aníbal había dejado en la zona catalana a las órdenes de Annón. Los ilergetes, con su rey Indibil al frente, también se les habían unido. La victoria de aquel primer enfrentamiento fue romana y, resultado de la misma, Escipión se hizo con todo lo que los soldados que había partido hacia los Alpes habían dejado allí en depósito para que no les estorbase durante su marcha. Con la llegada del invierno, las operaciones militares se paralizaron y ambos contendientes se dedicaron a preparar la próxima campaña.
... pero Aníbal, entretanto, y a pesar de lo avanzado de la estación, acometia temerariamente el paso de los Alpes a finales del mes de septiembre en una marcha cada vez más lenta y peligrosa cuyos problemas se vieron acentuados por el hostigamiento de las tribus alpinas. La falta de pastos para los elefantes hicieron que algunos de ellos muriesen durante la peligrosa travesía. Y, en definitiva, el ejército sufrió tales pérdidas que, cuando llegaron al valle del Po, sus efectivos se habían visto reducidos en casi un cincuenta por ciento.
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