A partir del siglo XIX, la atención de los estudiosos se centró en los textos griegos y latinos que, no siendo excesivamente abundantes, si han permitido señalar los aspectos básicos del problema que plantea Tartessos. Las conclusiones, toda vez eliminadas las discordancias y algunas contradicciones, podrían ser las siguientes:
Tartessos fue una ilustre ciudad de Iberia que tomó su nombre del río Tartessos, antigua denominación del Betis o Guadalquivir. Este río se creía nacido en la región céltica conocida como la "Montaña de la Plata" dado que su corriente arrastraba plata, estaño, oro y cobre en abundancia. Al llegar a la parte occidental de Iberia formaba un lago llamado Aoron, junto al que estaría situada la ciudad de Ligustina, que acabaría dando nombre al propio lago. Muy cerca se encontraba el Monte Tartesios, cubierto de bosques, en cuyas laderas había abundante estaño. Más hacia el sur, el río se bifurcaría vertiendo sus aguar al mar en diversos brazos, dos de los cuales abrazarían una isla en la que florecería la ciudad de Tartessos.
Un camino de cuatro días enlazaría esta ciudad con la región del Tajo y el Sado, y otro, de cinco jornadas, con Mainake, donde los ricos tartesios poseían una isla consagrada por sus habitantes a Noctiluca, la divinidad de la luz nocturna. El límite oriental del dominio tartésico se fijaría en la actual región de Murcia, y el occidental, en la de Huelva.
Tartessos aparecería, pues, no sólo como una ciudad íntimamente relacionada con la producción de metales, sino también como un Imperio, el primero y más extenso de cuantos aparecieron en el Extremo Occidente. El interés de los antiguos por Tartessos se habría centrado en la búsqueda de la supuesta capital de aquel reino. Del mismo modo que en Grecia la literatura homérica y la arqueología habían sacado del olvido la civilización cretomicénica, se pensó que Tartessos resucitaría gracias a las orientaciones literarias en colaboración con las excavaciones arqueológicas, pero no fue así.
Los esfuerzos por desenterrar Tartessos, por ejemplo en el Coto de Doñana (cerro del Trigo) solamente ofrecieron los restos de aldeas de pescadores de la época romana. Adolf Schulten y otros arqueólogos acabaron por tirar la toalla y dejar que Tartessos fuese la leyenda de un nombre sin ciudad, un fuego fatuo como la Atlántida.
Sin embargo, treinta años de esfuerzos no fueron estériles: salió a la luz la civilización megalítica andaluza, con sus ricas y monumentales realizaciones. El profesor González Moreno estableció incluso una fecunda relación entre el megalitismo y el fenómeno tartésico, abriendo de este modo un nuevo camino en la investigación.
A partir de 1942 las excavaciones se multiplicaron y, una tras otra, han ido apareciendo en el subsuelo andaluz numerosas y ricas ciudades, cada una de las cuales bien pudo haber sido un núcleo poblacional (o tal vez la misma capital) del legendario Tartessos. En 1958 tuvo lugar el sorprendente hallazgo del cerro Carambolo, junto a Sevilla, donde apareció un espléndido tesoro de joyas típicamente tartésicas.
Resumiendo podríamos afirmar que en las últimas décadas, más que buscar una capital política, los científicos han centrado su interés en captar los rasgos de una civilización que, a todas luces, existió.
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Tartessos fue una ilustre ciudad de Iberia que tomó su nombre del río Tartessos, antigua denominación del Betis o Guadalquivir. Este río se creía nacido en la región céltica conocida como la "Montaña de la Plata" dado que su corriente arrastraba plata, estaño, oro y cobre en abundancia. Al llegar a la parte occidental de Iberia formaba un lago llamado Aoron, junto al que estaría situada la ciudad de Ligustina, que acabaría dando nombre al propio lago. Muy cerca se encontraba el Monte Tartesios, cubierto de bosques, en cuyas laderas había abundante estaño. Más hacia el sur, el río se bifurcaría vertiendo sus aguar al mar en diversos brazos, dos de los cuales abrazarían una isla en la que florecería la ciudad de Tartessos.
Un camino de cuatro días enlazaría esta ciudad con la región del Tajo y el Sado, y otro, de cinco jornadas, con Mainake, donde los ricos tartesios poseían una isla consagrada por sus habitantes a Noctiluca, la divinidad de la luz nocturna. El límite oriental del dominio tartésico se fijaría en la actual región de Murcia, y el occidental, en la de Huelva.
Tartessos aparecería, pues, no sólo como una ciudad íntimamente relacionada con la producción de metales, sino también como un Imperio, el primero y más extenso de cuantos aparecieron en el Extremo Occidente. El interés de los antiguos por Tartessos se habría centrado en la búsqueda de la supuesta capital de aquel reino. Del mismo modo que en Grecia la literatura homérica y la arqueología habían sacado del olvido la civilización cretomicénica, se pensó que Tartessos resucitaría gracias a las orientaciones literarias en colaboración con las excavaciones arqueológicas, pero no fue así.
Los esfuerzos por desenterrar Tartessos, por ejemplo en el Coto de Doñana (cerro del Trigo) solamente ofrecieron los restos de aldeas de pescadores de la época romana. Adolf Schulten y otros arqueólogos acabaron por tirar la toalla y dejar que Tartessos fuese la leyenda de un nombre sin ciudad, un fuego fatuo como la Atlántida.
Sin embargo, treinta años de esfuerzos no fueron estériles: salió a la luz la civilización megalítica andaluza, con sus ricas y monumentales realizaciones. El profesor González Moreno estableció incluso una fecunda relación entre el megalitismo y el fenómeno tartésico, abriendo de este modo un nuevo camino en la investigación.
A partir de 1942 las excavaciones se multiplicaron y, una tras otra, han ido apareciendo en el subsuelo andaluz numerosas y ricas ciudades, cada una de las cuales bien pudo haber sido un núcleo poblacional (o tal vez la misma capital) del legendario Tartessos. En 1958 tuvo lugar el sorprendente hallazgo del cerro Carambolo, junto a Sevilla, donde apareció un espléndido tesoro de joyas típicamente tartésicas.
Resumiendo podríamos afirmar que en las últimas décadas, más que buscar una capital política, los científicos han centrado su interés en captar los rasgos de una civilización que, a todas luces, existió.
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