Las correrías de los navegantes almerienses por el Mediterráneo a raíz de la conquista del sudeste español por las gentes megalíticas provocó que durante el período de Los Millares, inaugurado por la invasión del 2200 a. de C., los marinos de la región se convirtiesen en un eslabón más en la cadena que unía ambos extremos del que sería llamado Mare Nostrum.
Es difícil precisar el origen de muchos de los instrumentos exóticos hallados en nuestra Península correspondientes a esta época. Egipto, Asia Menor, las islas del Egeo, pudieron ser los puntos de origen de aquellos artículos o de las ideas que influyeron en su fabricación dentro de nuestra península. Lo que sí parece claro es que el mundo de los Millares no era en modo alguno un universo cerrado y que por las ventanas de sus costas entraban aires de Oriente. Ahora bien, ¿qué vientos soplaban allá en estos tiempos?
Un milenio antes, hacia el año 3000, las gentes del Cáucaso habían encontrado, casualmente, un nuevo metal, algo más difícil de fundir que el cobre, pero tan maleable y blando como él. Era el estaño. Alguno de aquellos metalúrgicos tuvo la idea de fundir juntos el estaño y el cobre y no cabe duda de que el resultado debió sorprenderle: con esa mezcla obtuvo una aleación dura y resistente como no lo era ninguno de los metales que la componían por separado. Acababa de descubrirse el bronce.
Su difusión por el mundo mesopotámico fue inmediata. Los excelentes bronces de las tumbas reales de Ur demuestran hasta qué punto los grandes de la época apreciaron el descubrimiento en todo su valor. Los señores de la guerra se sintieron tan fuertes con sus nuevas armas de bronce que no es de extrañar que se embarcasen casi de inmediato en farragosas aventuras bélicas de las que llegaron incluso a dejar espeluznantes testimonios gráficos; valga de ejemplo la "estela de los buitres", donde uno de aquellos reyes aparece avanzando al frente de una falange de guerreros armados con escudos y lanzas de bronce entre los cadáveres de los vencidos que forman macabros montones en los que los buitres hunden vorazmente sus picos.
Pero cuando el furor militar estaba alcanzando su clímax, el estaño se agota en Oriente. Los guerreros, obviamente, estaban muy lejos de batirse en retirada: había que buscar el estaño en cualquier lugar del mundo, por distante que fuera. Se hacía necesario proteger a los comerciantes que recorrían el mundo conocido para que aceptaran ir en su búsqueda y lo trajesen para fabricar más armamento.
Del fundador del imperio acádico, Sargón, sabemos que envió expediciones por todo el Mediterráneo para conquistar Anakuki, el país del estaño, que unos han localizado en Chipre o en Creta y otros, incluso en las lejanas costas de Iberia. Esto ocurría en torno al 2300 a. de C. Desconocemos cuáles fueron los resultados de estos periplos, pero sí sabemos que Sargón se vio obligado a buscarlo por otros caminos. Casi al mismo tiempo, comerciantes acadios respaldados por él, empezaron a instalarse en Asia Menor. Los caminos que conducían a Europa se llenaron de gente nueva y a lo largo de sus rutas comenzaron a fundarse ciudades mientras prosperaban las ya existentes. Troya, la ciudad que más tarde sufriría el asedio cantado por Homero, debió de ser uno de los hitos que jalonaban ese importante camino al Este. Ya en Europa, a través de los Balcanes, la estratégica vía comercial corría paralela al Danubio y, atravesando la región de Moravia, comunicaba la lejanísima Mesopotamia con el centro de Europa, donde se habían descubierto importantes yacimientos de casiterita, el mineral del que se obtiene el estaño.
Por causas no del todo claras, pronto se abrieron nuevas rutas de tráfico del estaño. Resulta probable que los indoeuropeos, que por entonces se agitaban inquietos, bloquearan con sus invasiones la vital arteria, o que el tráfico fuera tan intenso que ésta se hiciese insuficiente. El hecho es que pronto se abrieron nuevos caminos, uno de los cuales enlazó con las bocas del Ródano, en el Mediterráneo occidental, y con las cuencas estamníferas e los ríos Sena y Rhin.
El transporte terrestre se hacía a lomos de caballería o en carros de dos o cuatro ruedas, como lo representan algunos grabados rupestres suecos de la Edad del Bronce. Cuando se optaba por la ruta fluvial, se utilizaban canoas. En los mares nórdicos se empleaban pesados navíos movidos a remo (ya que no conocían ni la vela ni el mástil).
Pero por ese tiempo, el Mediterráneo estaba ya infestado de marineros dedicaros al transporte del mineral en bruto o fundido en lingotes, en hachas o en anillos de peso convenido. Córcega, Cerdeña, Malta, Sicilia, las islas del Egeo, parecen haber integrado de algún modo la carrera de relevos que llevaba al Oriente el imprescindible mineral. Entre el 2000 y el 1500 parece que fueron los navegantes cretenses los que, al parecer, dominaban las aguas del Mediterráneo Oriental, y los beneficios que obtenían del transporte bien pudieron suponer la base económica de su indiscutible prosperidad.
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Es difícil precisar el origen de muchos de los instrumentos exóticos hallados en nuestra Península correspondientes a esta época. Egipto, Asia Menor, las islas del Egeo, pudieron ser los puntos de origen de aquellos artículos o de las ideas que influyeron en su fabricación dentro de nuestra península. Lo que sí parece claro es que el mundo de los Millares no era en modo alguno un universo cerrado y que por las ventanas de sus costas entraban aires de Oriente. Ahora bien, ¿qué vientos soplaban allá en estos tiempos?
Un milenio antes, hacia el año 3000, las gentes del Cáucaso habían encontrado, casualmente, un nuevo metal, algo más difícil de fundir que el cobre, pero tan maleable y blando como él. Era el estaño. Alguno de aquellos metalúrgicos tuvo la idea de fundir juntos el estaño y el cobre y no cabe duda de que el resultado debió sorprenderle: con esa mezcla obtuvo una aleación dura y resistente como no lo era ninguno de los metales que la componían por separado. Acababa de descubrirse el bronce.
Su difusión por el mundo mesopotámico fue inmediata. Los excelentes bronces de las tumbas reales de Ur demuestran hasta qué punto los grandes de la época apreciaron el descubrimiento en todo su valor. Los señores de la guerra se sintieron tan fuertes con sus nuevas armas de bronce que no es de extrañar que se embarcasen casi de inmediato en farragosas aventuras bélicas de las que llegaron incluso a dejar espeluznantes testimonios gráficos; valga de ejemplo la "estela de los buitres", donde uno de aquellos reyes aparece avanzando al frente de una falange de guerreros armados con escudos y lanzas de bronce entre los cadáveres de los vencidos que forman macabros montones en los que los buitres hunden vorazmente sus picos.
Pero cuando el furor militar estaba alcanzando su clímax, el estaño se agota en Oriente. Los guerreros, obviamente, estaban muy lejos de batirse en retirada: había que buscar el estaño en cualquier lugar del mundo, por distante que fuera. Se hacía necesario proteger a los comerciantes que recorrían el mundo conocido para que aceptaran ir en su búsqueda y lo trajesen para fabricar más armamento.
Del fundador del imperio acádico, Sargón, sabemos que envió expediciones por todo el Mediterráneo para conquistar Anakuki, el país del estaño, que unos han localizado en Chipre o en Creta y otros, incluso en las lejanas costas de Iberia. Esto ocurría en torno al 2300 a. de C. Desconocemos cuáles fueron los resultados de estos periplos, pero sí sabemos que Sargón se vio obligado a buscarlo por otros caminos. Casi al mismo tiempo, comerciantes acadios respaldados por él, empezaron a instalarse en Asia Menor. Los caminos que conducían a Europa se llenaron de gente nueva y a lo largo de sus rutas comenzaron a fundarse ciudades mientras prosperaban las ya existentes. Troya, la ciudad que más tarde sufriría el asedio cantado por Homero, debió de ser uno de los hitos que jalonaban ese importante camino al Este. Ya en Europa, a través de los Balcanes, la estratégica vía comercial corría paralela al Danubio y, atravesando la región de Moravia, comunicaba la lejanísima Mesopotamia con el centro de Europa, donde se habían descubierto importantes yacimientos de casiterita, el mineral del que se obtiene el estaño.
Por causas no del todo claras, pronto se abrieron nuevas rutas de tráfico del estaño. Resulta probable que los indoeuropeos, que por entonces se agitaban inquietos, bloquearan con sus invasiones la vital arteria, o que el tráfico fuera tan intenso que ésta se hiciese insuficiente. El hecho es que pronto se abrieron nuevos caminos, uno de los cuales enlazó con las bocas del Ródano, en el Mediterráneo occidental, y con las cuencas estamníferas e los ríos Sena y Rhin.
El transporte terrestre se hacía a lomos de caballería o en carros de dos o cuatro ruedas, como lo representan algunos grabados rupestres suecos de la Edad del Bronce. Cuando se optaba por la ruta fluvial, se utilizaban canoas. En los mares nórdicos se empleaban pesados navíos movidos a remo (ya que no conocían ni la vela ni el mástil).
Pero por ese tiempo, el Mediterráneo estaba ya infestado de marineros dedicaros al transporte del mineral en bruto o fundido en lingotes, en hachas o en anillos de peso convenido. Córcega, Cerdeña, Malta, Sicilia, las islas del Egeo, parecen haber integrado de algún modo la carrera de relevos que llevaba al Oriente el imprescindible mineral. Entre el 2000 y el 1500 parece que fueron los navegantes cretenses los que, al parecer, dominaban las aguas del Mediterráneo Oriental, y los beneficios que obtenían del transporte bien pudieron suponer la base económica de su indiscutible prosperidad.
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