Desde el reinado de Fernando I, Castilla pasó a ser el reino cristiano más importante de la Reconquista, puesto que no perdería ya hasta la total expulsión de los árabes de España.
A su muerte, anteponiendo los afectos paternales a la conveniencia política, Fernando I distribuyó el Estado entre todos sus hijos, que eran cinco, tres varones y dos mujeres. Pero lo peor nofue que el monarca intentara el reparto de su reino, sino que la aprobaran los grandes de Castilla, a quienes el monarca pidió parecer sobre este asunto. De esta forma cayó la responsabilidad de tal hecho y sus consiguientes funestos resultados tanto sobre el rey como sobre sus consejeros los nobles castellanos y leoneses.
En el reparto que hizo de sus Estados dejó el reino de Castilla, a quienes el monarca pidió parecer sobre este asunto. De esta forma cayó la responsabilidad de tal hecho y sus consiguientes funestos resultados tanto sobre el rey como sobre sus consejeros los nobles castellanos y leoneses.
En el reparto que hizo de sus Estados dejó el reino de Castilla a su primogénito Sancho; el de León a su segundo hijo, Alfonso; Galicia y Portugal a su tercer hijo, García; el señorío de Zamora a su hija Urraca; y el de Toro a su hija Elvira.
Se dice que esta repartición, tan usada en aquella época, obedece al principio de la "patrimonialidad", según el cual los reyes consideraban el Estado como patrimonio suyo.
A este principio se agregó en seguida el de la vinculación para el señorío del rey y de la nobleza, viniendo después (en el reinado de Alfonso X) el "mayorazgo". Y es de notar que la misma ley de Partida en que se fija la orden de sucesión a la corona, es la base de los mayorazgos regulares que vinculan la propiedad de la nobleza.
Pero ocurrió que Sancho II el Fuerte (1065-1072), el primogénito a quien Fernando I había dejado la corona de Castilla, creyéndose perjudicado por el testamento de su padre y aspirando a reconstituir bajo su cetro la unidad nacional, se apoderó por la fuerza de los Estados que habían correspondido a sus hermanos, con excepción de la ciudad de Zamora, plaza fuerte a orillas del Duero, de la cual era señora su hermana Urraca, que se negó a entregar la ciudad.
En efecto, Sancho II el Fuerte, que ya en vida de su padre se había hecho digno de tal renombre, guerreando contra los moros de Aragón, arrebató a su hermano Alfonso el reino y le obligó a refugiarse en Toledo, cuyo rey moro le dio generosa hospitalidad.
Con igual fortuna se apoderó de Galicia y del señorío de Toro; pero la ciudad de Zamora hizo indispensable un cerco ante el que los zamoranos se supieron defender.
Mientra vivió la reina doña Sancha, supo mantener la paz y armonía entre sus hijos, porque aquella señora era, como dice la crónica, "una de las más discretas hembras de Castilla". pero tan pronto como ella pasó a mejor vida (año 1067), estalló la discordia entre los hermanos, reclamando el primogénito Sancho la herencia de los otros, para juntar sobre su frente los pedazos de la corona rota por el autor de sus días.
Durante el sitio de Zamora, uno de lso defensores de la fortaleza, llamado Vellido Adolfo, entró sin ser reconocido en el campamento de los sitiadores, sorprendió al rey don Sancho descuidado, lo atravesó con un venablo y a todo galope de su caballo logró después volver a la ciudad sin que nadie pudiera impedirlo.
Se ignora quién fue este personaje alevoso ni cuál pudo ser su suerte ulterior. Su nombre lo escriben los cronistas como Vellido Adolfo, Bellido Dolfos, Bellido Alfonso, Bellido Ataulfo y Heliel Alfons. Y le creen descendiente de aquellos veles que asesinaron al último conde de Castilla. Parece ser que el traidor llevó al rey Sancho II con engaño ante la ciudad de Zamora, fingiendo que iba a mostrarle un sitio vulnerable de la muralla. Mas de improviso le lanzó un venablo o le clavó una lanza (esto no está claro). El joven monarca quedó muerto en el acto y su asesino se refugió velozmente en la plaza sitiada, que abrió sus puertas para recibirle, cuando ya le estaba persiguiendo un valeroso capitán llamado Rodrigo Díaz, que sería conocido luego como El Cid Campeador.
En el epitafio puesto sobre el sepulcro del infortunado y ambicioso Sancho II el Fuerte, en el monasterio de Oña, se lee estas palabras:
"Una hermana de alma cruel privóle de vida y no derramó una lágrima por su muerte".
De esto se deduce que la muerte de Sancho II podría haber sido ordenada por su misma hermana doña Urraca.
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