En 1063 tomó parte el joven Rodrigo en su primera batalla. El infante don Sancho, que debía llevarle seis o siete años de edad, le condujo a la lucha contra el rey Don Ramiro I de Aragón, quien había declarado la guerra a Moctadir, el monarca árabe de Zaragoza que pagaba tributo al rey de Castilla Fernando I.
Las fuerzas castellanas, junto con las de Moctadir, derrotaron en Graus (Huesca) a Ramiro I, quien murió en la batalla.
En esta contienda Rodrigo se reveló al infante Don Sancho como oficial experto, rápido y valeroso. Ello fue la causa de que al ocupar el trono castellano, Don Sancho se apresurara a nombrar a su amigo Rodrigo alférez de Castilla, título equivalente al de generalísimo. El Cid tenía entonces veintidós años.
No se olvide que el bautismo de sangre del Campeador se efectuó aliado con infieles y matando cristianos. Pero esto no debe extrañarnos ya que por aquel entonces era normal que los capitanes se pusieran al servicio de algún rey moro para atacar a señores y monarcas españoles.
Cierto día del año 1066, en un juicio de Dios, Rodrigo contendió con el caballero navarro Jimeno Garcés, célebre en duelos de esta clase. El triunfo inesperado pero manifiesto que alcanzó el joven castellano le valió los elogios de amigos y enemigos, y decidieron llamarle "Campidoctor", apodo que luego se cambió por "Campeador", que quiere decir "retador" o "batallador".
Posteriormente, de su fama salió el nombre de "Cid", traducción de "señor", que le dieron los árabes. Luego se unieron los dos títulos y se le conoció por el de Cid Campeador, que podría traducirse por Señor Victorioso. En el famoso poema se llama siempre al héroe "Mío Cid".
Corría el año 1067 cuando el Cid derrotó al rey Moctadir de Zaragoza, a quien Sancho había ayudado en 1063 y que, ahora, se negaba a pagar el tributo prometido. Pero el Cid le obligó a acatar nuevamente su antiguo compromiso, bajo la promesa de que Sancho II de Castilla le daría protección contra cualquier ataque cristiano o musulmán.
Por ser memorable todo lo que al Cid pertenece, se conservan los nombres de sus espadas y de su caballo predilecto. Los de aquéllas eran Tizona y Colada, y el de éste Babieca, cuyo generoso tributo mereció ser enterrado cerca de la tumba de su amo, al que sobrevivió poco tiempo.
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