Una vez terminadas las guerras celtibéricas y lusitanas se abre un período singular en que se van a ventilar en Hispania las luchas civiles romanas. La situación de Roma era en esos instantes muy crítica, ya que privaban en la política hombres que habían ganado su popularidad por las armas y que tendían al poder personal. Mario había vencido en la guerra de Yugurta y Sila en la social de Roma.
Muchos eran los perseguidos. Uno de ellos fue Quinto Sertorio, que se refugió en Hispania y acaudilló a los enemigos de Sila que se encontraban en ella. Con su genio militar y político halagó los instintos de independencia de las poblaciones hispanas y les prometió que, como le siguieran todos, Roma perdería esta provincia.
Lo cierto es que Sertorio pensaba tan sólo en tener en Hispania un punto de apoyo para contrabalancear el poder de Sila. Pero los hispanos comprendieron que les convenía ponerse bajo el mando de un experto general, a fin de aprender la organización militar romana y sus tácticas de guerra; es por ello que corrieron a alistarse en sus filas.
El astuto Sertorio, para hacerles ver que la unión hace la fuerza, les ponía por ejemplo lo que sucede con la cola de un caballo, cuyas cerdas, una a una, las rompe un niño, pero que todas juntas no las rompe un hombre. Y para aumentar su prestigio entre los hispanos, explotaba su candorosa superstición de mil maneras. Así, por ejemplo, había domesticado una cierva, que él decía ser regalo de la diosa Diana, y figuraba que le hablaba al oído para comunicarle su divina voluntad.
Sila resolvió que debía quitarse de en medio a Sertorio y envió contra él a Metelo y luego al joven general Cneo Pompeyo. En tres batallas -Segovia, Júcar y Sagunto- la situación no se decidió y el teatro de operaciones pasó a la Celtiberia, en donde, a la postre, Pompeyo decidió cometer la indignidad de poner precio a la cabeza de su rival, al que no lograba vencer.
Fue el infame Marco Perpenna, general romano también, que proscrito de Roma se había incorporado al ejército de Sertorio, quien envidioso de éste o cegado por la avaricia, le asesinó durante un banquete celebrado en la ciudad de Etosca (Huesca).
Es digno de resaltar que los hispanos que formaban la guardia de devotos de Sertorio, no queriendo sobrevivir a su jefe, se dieron mutua muerte. A Pompeyo no le resultó entonces muy difícil someter de nuevo al yugo romano a los hispanos. No obstante, muchas ciudades sostuvieron todavía la bandera sertoriana, distinguiéndose por su heroismo Calagurris (Calahorra), que fue arrasada por Metelo y en donde se pudieron ver escenas similares a las de Sagunto o Numancia.
Sertorio dividió Hispania en dos provincias, no en Citerior y Ulterior, como habían hecho al principio los primeros invasores romanos, sino en Lusitania y Celtiberia, comprendiendo aquélla la parte occidental y ésta la oriental de la Península.
Durante el tiempo que Sertorio mantuvo la Península independiente, le dio una organización parecida a la de la república romana. En Évora, capital de la Lusitania, creó un Senado, y en Huesca, capital de la Celtiberia, instituyó una academia o escuela, donde los jóvenes hispanos recibieron una formación que les aficionó a la cultura latina. Quede claro que, producto del proceso de aculturación romana, si bien el latín llegó a ser la lengua oficial y de uso más extendido entre los españoles, se conservaron los antiguos dialectos a través de las dominaciones romana y gótica.
Las guerras de Sertorio fueron contraproducentes, porque habiéndose hecho contra Roma, trajeron como consecuencia la romanización del territorio, contribuyendo también a regimentar en cuerpo de nación las diversas tribus autóctonas. Así pues, aquel poder central a que las sujetó Sertorio, es el primer bosquejo del Estado Hispano.
Dice Veleyo Patérculo que las guerras sangrientas de Roma e Hispania duraron doscientos años. Roma consumió en ellas ejércitos y generales que cubrieron de oprobio al pueblo romano por su crueldad y dureza. Las armas hispanas hicieron perecer tantos cónsules y pretores, y sostuvieron tanto a Quinto Sertorio, que por varios años se dudó cuál fuese la nación más valerosa de las dos. La región que más pronto y con mayor facilidad aceptó la "civilización romana" fue la más culta y pacífica: la antigua Turdetania, designada por los romanos con el nombre de la Bética.
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