6 sept 2013

LA BATALLA DE SAN QUINTIN

El emperador Carlos I también legó a su hijo Felipe II la sempiterna guerra con Francia.  Pero Felipe II no era un rey guerrero, aunque los ataques de los enemigos de España y la necesidad de defender su Imperio y la Cristiandad le obligaron a hacer la guerra en diversas ocasiones, algunas de las cuales constituyen los hechos más gloriosos de la historia de España.
La guerra contra Francia continuaba al principio de su reinado, pues Enrique II, aterrado ante la unión de España a Inglaterra por el matrimonio de Felipe Ii con la reina de este país, María Tudor, se unió con el Papa Paulo V (el napolitano Caraffa), enemigo de los españoles.
La conducta política de los Papas se explica porque, italianos de nacimiento y soberanos de un Estado italiano independiente, eran enemigos como muchos de los príncipes de aquel país, de la dominación española sobre Italia.
Fue entonces cuando Felipe Ii ordenó al duque de Alba, virrey de Nápoles, que invadiera los Estados pontificios, y él mismo organizó en los Países Bajos un ejército, acaudillado por Manuel Filiberto y el duque de Saboya.
Inmediatamente, las tropas españolas invadieron el norte de Francia y atacaron la importante y fortísima plaza de San Quintín.  Las armas de España vencieron a los ejércitos franceses en la batalla de aquel nombre, una de las más célebres de los tiempos modernos, que trajo como consecuencia la rendición de la antedicha plaza.
Carlos I, desde su retiro en Yuste, al enterarse de la victoria española, creyó que las tropas llegarían rápidamente a París, cosa que no ocurrió porque su prudente hijo ordenó que se tomara la plaza de San Quintín completamente.
Al cerco puesto por los españoles en la fortaleza acudieron dos ejércitos galos.  Uno de ellos, comandado por el almirante Coligny, logró romper las filas de los sitiadores y entrar en la fortaleza.  Sin embargo, el segundo ejército, dirigido por el duque de Montmorency, fue destrozado en una tremenda batalla por el duque de Saboya, haciendo prisioneros al general enemigo y a la mayor parte de los jefes.
Coligny se defendió heroicamente en la fortaleza, pero finalmente cayó en poder del monarca español.  El recuerdo de tan gloriosa jornada ha quedado de tal manera indeleble en el pensamiento común, que cuando se trata de encarecer o de ponderar la magnitud de algún conflicto se suele exclamar: "Se armó la de San Quintín".
Alfonso de Ercilla, en un episodio de la "Araucana" cantó la rendición de aquella importante fortaleza.
La guerra terminó con la paz de Cateau-Cambresis, el año 1559, devolviéndose ambos soberanos sus conquistas.  Prenda de esa paz fue la princesa Isabel de Valois, hija de Enrique II, que contrajo matrimonio con el rey español, que acababa precisamente de perder a su segunda esposa, María de Inglaterra.
En conmemoración de tan glorioso hecho de armas ocurrido el 10 de agosto, día de San Lorenzo, el monarca español hizo voto de erigir un templo bajo la advocación de aquel santo.  Tal fue el origen del monasterio de San Lorenzo de El Escorial.  El mismo rey eligió para su emplazamiento un paraje entre espléndidos pinares al pie de la sierra de Guadarrama, en el lugar llamado El Escorial.  El arquitecto encargado de su construcción fue Juan de Toledo, natural de Cuenca, quien no pudo vivir para ver terminada su obra.  Al morir, le sucedió su discípulo Juan de Herrera, que ya había trabajado en las primeras obras de la edificación.
Juan Herrera nació en Mobellán, Asturias, el año 1530 y falleció en 1597.  Al continuar los trabajos de su maestro varió el plan de las obras de tal manera que puede considerarse a Herrera como el verdadero autor de la soberbia maravilla.
El propio rey inspeccionaba frecuentemente las obras de su construcción.  A tal fin mandó construir en lo alto de una roca un sitio desde el cual pudiera seguir perfectamente la marcha de las labores.  La roca, que todavía se conserva, recibe el nombre de "la silla de Felipe II".
Se cuenta que, encontrándose una tarde sentado en ese poyo, solo y modestamente vestido, acertó a pasar por aquel lugar un soldado de los tercios de Flandes, que se hallaba en la corte intentando, aunque en vano, obtener una audiencia con el rey.  El soldado, sin conocer al monarca, se sentó con familiaridad en la misma piedra y entabló conversación con el desconocido, refiriéndole su historia.  Cuando el soldado terminó de hablar, Felipe II le preguntó:
-¿Y si el rey no os hiciera justicia?
-En ese caso -contestó el soldado- sería un mal rey, yo le mandaría al diablo, y en paz.
Al día siguiente el joven fue recibido en audiencia por el soberano, en quien reconoció inmediatamente a su interlocutor de la víspera, pero, disimulando, expuso su pretensión.
El monarca contestó fríamente:
-No considero justo lo que pides.
Felipe II hizo entonces como que se retiraba. El soldado exclamó a continuación:
-Pues señor, lo dicho dicho, y a Flandes me vuelvo.
El soberano, celebrando mucho la franqueza de que había hecho gala el militar, le recompensó con lo que solicitaba.

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