El arte ibérico empezó a ser conocido hace relativamente poco tiempo y en circunstancias poco afortunadas que enturbiaron su acertada comprensión en los inicios de su recuperación, con consecuencias muy duraderas. Cuando, a partir de 1830, se descubrieron en gran número las esculturas del Cerro de los Santos, en el término de Monetalegre del Castillo (Albacete), causaron un estupor considerable, porque nadie sabía qué significaban ni a qué cultura pertenecían. En la primera publicación científica que las dio a conocer, fechada en 1862 y debida a R. Amador de los Ríos, director del Museo Arqueológico Nacional, las esculturas fueron consideradas visigóticas, y el santuario un centro de culto cristiano, un martyrium. Ante el enigma menudearon las especulaciones, que llevaron a pensar que fuera el Cerro la sede de un santuario dedicado a los dioses egipcios u otras hipótesis más o menos verosímiles. Por si faltaba algo, un falsificador de Yecla (Murcia), visto el interés que las esculturas suscitaban, decidió ensanchar el filón de las ganancias que con su venta obtenía haciendo por su cuenta más esculturas y, lo que es peor, retocando con estrambóticos añadidos otras, lo que elevó el grado de confusión.
Pese a lo superado o trasnochado que hoy nos parece este primer capítulo de la recuperación del arte ibérico, lo que sucedió era bastante lógico en un momento en el que no se sabía nada dela cultura a la que el santuario y las estatuas pertenecían. Por entonces, las cerámicas ibéricas eran equiparadas a las micénicas, y todo era navegar sin rumbo en una época en que la Arqueología, la ciencia que pondrá orden definitivo en el conocimiento de las culturas antiguas, andaba en España en sus primeros escalones.
El siglo se cerraba con la aparición, en 1897, de la Dama de Elche, un acontecimiento excepcional por la calidad de la escultura, su capacidad de sugestión y su significado como alerta definitiva de la existencia de un arte antiguo autóctono, no importado, en la España más antigua, el cual poseía un altísimo nivel y rasgos particularmente singulares. El interés por la cultura ibérica se incrementaba, al tiempo que se multiplicaban los hallazgos. Pero el conjunto de las piezas que iban perfilando lo que se distinguía paso a paso como arte ibérico aparecía descontextualizado, no sólo porque en su mayoría procedía de hallazgos fortuitos (como la propia Dama de Elche), sino también porque aún habría que esperar hasta bien entrado el siglo XX para obtener un cuadro cultural más o menos coherente al que ir incorporando las manifestaciones artísticas conocidas.
Mientras tanto, en ensayos que alcanzan casi hasta las últimas décadas del siglo XX, poco podía hacerse que no fuera más allá de comparaciones más o menos afortunadas con el arte feniciopúnico, el egipcio, el mesopotámico, el griego, el etrusco o el romano, que a todo ello se recurrió. Los vaivenes, con un punto de partida así, han sido enormes, desde el apoyo a una considerable antigüedad para el arte ibérico hasta su valoración como arte romano provincial. Sólo en los últimos años (hablamos de las tres últimas décadas), el progreso creciente de la investigación arqueológica, la sistematización de las excavaciones, han ido obteniendo el armazón histórico y cultural en el que encajar el arte ibérico, proceso acompañado de importantes hallazgos, fortuitos unos, pero resultados otros de la sistematización misma de las excavaciones. Fue el caso del hallazgo en 1971 de la Dama de Baza (Granada), en la excavación que dirigía F. Presedo en la necrópolis bastetana del centro principal de Basti, descubrimiento que señala un hito en la recuperación moderna y con nuevas posibilidades científicas del arte ibérico. Después han seguido hallazgos calificables de revolucionarios, en particular y en general para la valoración y el entendimiento del arte de las antiguas culturas mediterráneas. Nos referimos en concreto al excepcional monumento funerario de Pozo Moro, en Chinchilla (Albacete), y al extraordinario conjunto de esculturas recuperado en el Cerrillo Blanco de Porcuna (Jaén).
El armazón del arte ibérico, en definitiva, ha ido adquiriendo consistencia, pero sin que falten problemas, ni que, precisamente por el progreso en bastantes cosas, se hagan muy visibles determinadas lagunas. Una de éstas es la que origina un deficiente conocimiento de aspectos tan principales como la urbanística y la arquitectura. Sobre todo en comparación con la relevancia que iba mostrando con el progreso del conocimiento de las esculturas o incluso las llamadas artes menores. Pero la arquitectura seguía resultando muy pobre o escasamente documentada.
Las investigaciones más recientes apuntan también a un enriquecimiento en el panorama de la arquitectura. Tanto en el terreno de la arquitectura civil, como se revela en numerosos poblados, cuanto en monumentos de especial valor simbólico o religioso, entre ellos los de carácter funerario, la arquitectura ibérica muestra ya una apariencia menos alejada del nivel que la escultura y otras artes hacían presumible. En esto, también el monumento de Pozo Moro, con su compleja arquitectura y su antigüedad, es buena señal de la existencia de una arquitectura evolucionada en la cultura ibérica desde muy pronto, aunque siga siendo verdad la configuración de un panorama comparativamente pobre.
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