Este jansenismo especial era com´n a los dos reinos peninsulares. Se manifiesta primero en Portugal por medo del clérigo Antonio Pereira, austero y canonista, quien publica obras exaltadamente episcopalistas y justifica las teorías del ministro portugués, marqués de Pombal, que había decretado la expulsión de los jesuitas en 1759 y había roto relaciones con la Santa Sede en 1760.
Sostenía Pereira que los obispos portugueses podían ejercer los poderess legales que la fuerza de la costumbre dejaba en manos de la Curia Romana y que la autoridad suprema de la Iglesia residía en los obispos. De paso se creó la Real Mesa Censoria, después de quitar a la Inquisición la censura de libros.
España tampoco estaba exenta de espíritu regalista. Esto no quiere decir que fueran heterodoxos o "jansenistas". Eran, en su mayoría, excelentes católicos; pero querían separar el dominio del Papa del dominio de su soberano. El pleito entablado entre el rey y el papado no había cesado con la victoria borbónica en el Concordato de 1753; seguían los intentos de revocarle mutuamente, lo que era síntoma de que las rivalidades se mantenían en pie.
Mejor que ahondar en los principios, expondremos algunos casos significativos, en los que se puede apreciar la virulencia de las posturas y de los que se pueden extraer conclusiones.
El "Catecismo" de Mesengui había sido condenado en Roma, que envía el edicto al inquisidor general de España, Quintano Bonifaz. Éste publica la condena del libro, pere a que el rey había prohibido el 8 de agosto de 1761 publicar cosa alguna sin su consentimiento. Dos días después, el inquisidor era desterrado. Luego se somete al rey, quien le concede el perdón. El propio nuncio se somete a la voluntad de Carlos III. Éste va más lejos, y promulga el 18 de enero de 1762 la pragmática del "Exequatur", por la cual quedaba prohibido en lo sucesivo publicar bulas, breves o cartas papales que no hubieran sido sometidas al rey o aprobadas por el Consejo de Castilla. De paso, obliga a que los índices y edictos inquisitoriales sean supervisados por el poder civil. Pese a suspender posteriormente la aplicación del "Exequatur", el principio monárquico había ganado su primera victoria.
Isidoro Carvajal y Lancáster era un hombre piadoso, a quien forzó el propio Carlos III a aceptar el obispado de Cuenca. Este prelado, ante las disposciones reformistas que disgustaban a numerosos eclesiásticos españoles, escribe unas cartas al confesor real, padre Eleta, en 1767, en las que decía, entre otras cosas:
"Que España corre a su ruina, que ya no corre, sino que vuela, y que ya está perdida sin remedio humano."
Y añade:
"Los que estamos como los israelitas, de la parte de afuera, vemos claramente que es la persecución de la Iglesia, saqueada en sus bienes, ultrajada en sus ministros y atropellada en su inmunidad."
El rey comprendió que debajo de esto había algo, y al instante se dio cuenta de la gravedad del paso dado por el venerable prelado. Le pide explicaciones y encomienda el caso a los dos fiscales del Consejo de Castilla: Campomanes y Floridablanca. Le refutan los exxcesos y errores de la carta, y ven que ha sido juguete de la facción antiesquilache y de los partidarios de los jesuitas. El obispo es obligado a comparecer ante el Consejo de Castilla, quien, por boca de su presidente Aranta, le hace saber el descontento del monarca. El obispo se excusa.
Esta sanción a un virtuoso prelado, aplicada, además, al poco tiempo de ser expulsados los jesuitas, significaba que el gobierno español no toleraba críticas injustificadas por parte de los príncipes de la Iglesia.
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