La coyuntura revela la estructura, pero en mucho tiempo no crea nada históricamente importante, salvo en el caso de que una fración principesca, un clan nobiliario, una oposición regional, se aprovechen de la agitación espontánea para fines propios. Un peligro de este tipo es el que han creído percibir -y han fingido descubrir- los que han atribuído el motín de 1766 a un complot de clérigos y cortesanos.
Pero después de 1750, tanto en España como en Francia, las cosas se hicieron menos simples. Entre los campesinos pobres, periódicamente conducidos a la desesperación, y las capas dirigentes, fieles a las viejas normas -caridad prudente y policía dura-, han surgido los campesinos ricos, los arrendatarios de los derechos de almacenaje, los comerciantes, los funcionarios especuladores, una clase para la que el fin es el dinero, la libertad como medio, la conquista del poder social como proyecto. Clase que se levantará dispuesta a formar, tanto en Zaragoza como en Vergadra, las "guardias nacionales" contra el cuarto estado y dispuesta a exigir, contra la antigua caridad y la "tasa del pan", los derechos para realizar incondicionalmente el valor del mercado. En 1789, en Francia, esta clase registrará en las instituciones su visión del mundo, pero la alianza que se verá obligada a sellar con los campesino del "gran miedo" y los "sans-culotte" de las ciudades la llevará más lejos de lo que hubiera querido ir.
Mucho antes, Aranda, aristócrata audaz, Roda, fino político, Campomanes, abogado reflexivo y trabajador, habían emprendido, con una sorprendente clarividencia, la tarea de unir la suerte de la monarquía española a los intereses de las nuevas clases. Evitaron la revolución, pero España no se transformó en sus raíces. A cada crisis periódica se confirmó la alianza de la naciente burguesía y el despotismo ilustrado. En 1789, los "rebomrois del pan" de Barcelona no fueron más que una "guerra de las harinas". El 27 de mayo, día en que Sieyès proponía al clero francés que se uniera a las deliberaciones del Tercer Estado, un burgués de Barcelona anotaba en su diario este doloroso desenlace de otra crisis clásica: "Han ahorcado a cinco hombres y una mujer, mientras dos mujeres y un hombre, atados a la picota, miraban cómo colgaban a los desgraciados. La primera en ser ejecutada fue la mujer, que murió con mucho valor y grandeza; los hombres fueron inmediatamente después, también con valor. Son los del rebomboris del pan del 28 de febrero último; eran jefes del motín en que se quemaron las barracas que vendían pan en las plazas, y también quemaron el Pastim o panadería pública; y quién sabe lo que fue robado en ese Pastim y en otras muchas casas; porque todo esto era un gran bandidaje; las mujeres llevaban el fuego a los hombres; todo era una Babilonia; las corporaciones y colegios tuvieron que salir para mantener la seguridad que la Justicia no podía asegurar; la confusión duró tres días; después todo se calmó; no hubo más que estos pobres desgraciados que fueron llevados a la prisión del Rey y una noche los condujeron a la ciudadela y los pusieron en capilla; al tercer día se los llevaron por la fuerza, sin gran cortejo y casi sin espectadores, ya que no se veía a nadie en las calles, todas las casas tenían las puertas cerradas, en un duelo tal y en tal silencio que se hubiera dicho un jueves o un viernes santos; toda la tropa de la ciudad, de la ciudadela y de Montjuic estaba en armas, para el caso de que hubiera habido algún movimiento; y las corporaciones, los colegios y los alcaldes de barrio patrullaban por la ciudad. Gracias a Dios no pasó nada. Los colgaron. Que Dios les perdone. Amén."
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