También hay que subrayar la plaga de ladrones de principios del XVIII, que obligó a Felipe V a decretar contra ellos la pena de muerte. Posteriormente se abolirá y se les mandará a presidios, minas y arsenales. Aún no ha llegado el momento de Luis Candelas, Mariano Balseiro, Paco el Sastre y otros cientos...
El bandolerismo será expuesto en otro lugar, como problema de gran complejidad y con los nombres legendarios de Serrallonga, Diego Corrientes, José María el Tempranillo, Los Siete Niños de Écija, Caparrota, El Barquero de Cantillana, Los Trabucaires, Jaime el Barbudo, el Lero, el Molinero, etc.
Los reformistas tratan de dar una doble solución a todo esto. A los que se encuentran físicamente en buen estado se les mandará a trabajos forzados (para que lo pierdan y para restaurar la industria española); a los que no, a los hospitales, asilos, etc.
A finales del siglo XVIII existen 2.166 hospitales y 20.000 camas. Lo que ocurría era que preferían el mundo libre (¿quién no?) a la disciplina de un internado. La repetida legislación en torno a esto signifia que no se extirpó el problema. Los reformadores y escritores de economía política tocan el asunto. Tratan de secularizarlo y estabilizarlo, creando Juntas de Caridad y Fondos Píos. Que las soluciones no eran fáciles lo demuestra el que ya en 1793 se reclutaron en Granada más de 6.000 "vagos" de 17 a 30 años.
Los gitanos siguen sin ser asimilados, y, aunque en corto número, presentan un apéndice de gran popularidad. Se trató de arrinconarles en Andalucía, pero continuaron con su nomadismo, hurtos, supersticiones; no se bautizan, ni confiesan, ni comulgan, ni se casan por la Iglesia. Entre 1499 y 1783 existen, sobre el tema gitano, 27 intervenciones de Cortes, 28 pragmáticas reales y decretos del Consejo de Castilla y unos 20 edictos. El siglo XVIII adoptará medidas de todos los tipos: asimilarles colocándoles en poblaciones de másd e 1.000 habitantes, prohibiéndoles usar su lengua y trabajar e los oficios suyos, a saber, herreros, esquiladores, forja, compraventa de alhajas, decir la buenaventura; se les animará a que tomen un oficio, y el marqués de la Ensenada intentará exterminarles por la fuerza, no consiguiendo su propósito (afortunadamente) en una medida que llegó a afectar a 90 trabajadores gitanos de la fábrica de tabacos de Sevilla. Seguirán dictándose normas de integración, algunas de las cuales llegarán hasta bien entrado el sigo XX (y que, como dejan aparte el tema de la educación, no han surtido el efecto deseado, obviamente). Cabe recomendar en este punto el libro decimonónico LA BIBLIA EN ESPAÑA, de George Borrow, que nos ofrece una apasionante imagen costumbrista del mundo gitano en la Península e induce a reflexionar sobre el origen de muchos de nuestros lamentables prejuicios al respecto sobre un grupo social que cabría destacar como los españoles más de raza de nuestro tiempo (profesor Aranguren dixit).
El bandolerismo será expuesto en otro lugar, como problema de gran complejidad y con los nombres legendarios de Serrallonga, Diego Corrientes, José María el Tempranillo, Los Siete Niños de Écija, Caparrota, El Barquero de Cantillana, Los Trabucaires, Jaime el Barbudo, el Lero, el Molinero, etc.
Los reformistas tratan de dar una doble solución a todo esto. A los que se encuentran físicamente en buen estado se les mandará a trabajos forzados (para que lo pierdan y para restaurar la industria española); a los que no, a los hospitales, asilos, etc.
A finales del siglo XVIII existen 2.166 hospitales y 20.000 camas. Lo que ocurría era que preferían el mundo libre (¿quién no?) a la disciplina de un internado. La repetida legislación en torno a esto signifia que no se extirpó el problema. Los reformadores y escritores de economía política tocan el asunto. Tratan de secularizarlo y estabilizarlo, creando Juntas de Caridad y Fondos Píos. Que las soluciones no eran fáciles lo demuestra el que ya en 1793 se reclutaron en Granada más de 6.000 "vagos" de 17 a 30 años.
Los gitanos siguen sin ser asimilados, y, aunque en corto número, presentan un apéndice de gran popularidad. Se trató de arrinconarles en Andalucía, pero continuaron con su nomadismo, hurtos, supersticiones; no se bautizan, ni confiesan, ni comulgan, ni se casan por la Iglesia. Entre 1499 y 1783 existen, sobre el tema gitano, 27 intervenciones de Cortes, 28 pragmáticas reales y decretos del Consejo de Castilla y unos 20 edictos. El siglo XVIII adoptará medidas de todos los tipos: asimilarles colocándoles en poblaciones de másd e 1.000 habitantes, prohibiéndoles usar su lengua y trabajar e los oficios suyos, a saber, herreros, esquiladores, forja, compraventa de alhajas, decir la buenaventura; se les animará a que tomen un oficio, y el marqués de la Ensenada intentará exterminarles por la fuerza, no consiguiendo su propósito (afortunadamente) en una medida que llegó a afectar a 90 trabajadores gitanos de la fábrica de tabacos de Sevilla. Seguirán dictándose normas de integración, algunas de las cuales llegarán hasta bien entrado el sigo XX (y que, como dejan aparte el tema de la educación, no han surtido el efecto deseado, obviamente). Cabe recomendar en este punto el libro decimonónico LA BIBLIA EN ESPAÑA, de George Borrow, que nos ofrece una apasionante imagen costumbrista del mundo gitano en la Península e induce a reflexionar sobre el origen de muchos de nuestros lamentables prejuicios al respecto sobre un grupo social que cabría destacar como los españoles más de raza de nuestro tiempo (profesor Aranguren dixit).
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