Ay de ti, España oprimida
En tan tirano govierno,
Ay de ti, Reyno sin Rey
y ay, infeliz Rey sin Reyno.
También era un dicho popular ese "peor podemos estar". El aplauso de los madrileños a Felipe V oberdecía a lustros de aburrimiento y amarguras pasadas, en su afán logrado de buscar sentido a la división de la opinión española desde hacía muchos años. En este sentido, la muerte de Carlos II sin heredero no es nada más que el pretexto de la Guerra de Sucesión.
El fondo del problema: la muerte del Hechizado fue llorada en Cataluña y Aragón, pero en Castilla no costó ni una lágrima. Felipe V representaba para los castellanos la exoneración de tributos y de las pesadas tasas. Precisamente por esto deseaban su venida. El rey Borbón, además, significaba para los territorios del reino de Aragón la pérdida de privilegios. Optan por defenderse contra la futura, pero cierta, intromisión que Felipe V iba a hacer en sus intereses. Optán, está claro, por la guerra civil.
La crisis política deslinda en dos bandos a los españoles (¡qué raro! ¿verdad?). Uno de ellos da por pasajera y anecdótica la flaqueza que ha motivado la crisis; entiende que la institución será superior a aquella coyuntura y afronta cualquier idea de reforma con el goethiano preferir una injusticia a un desorden (¡qué raro! ¿verdad?). El otro bando se deja llevar ahora por un fogoso celo por el bienestar del país. La ambición de lucro hurga en la herida, la proclama mortal, se impacienta por su remedio, extrae de ella moralejas.
O lo que es lo mismo: en un bando se alinean los hombres que han solido figurar en la oposición contra el signo político del trono de Carlos II; son las personas que nada tienen que esperar de la perpetuación del anterior estado de las cosas y sí todo de una mudanza como la que se avecina. El poder, la riqueza, la gloria las satisfará el nuevo señor que barra a las personas y a las formas políticas del último monarca. Estas personas, con tremenda paradoja demostrativa de su ninguna sinceridad política y de su absoluta falta de perspectiva histórica, se afiliarán al bando del archiduque, es decir, el del príncipe que continúa la línea dinástica del finado rey y dice encarnar la tradición española. Por el contrario, las personas mejor acomodadas económica y políticamente, aquellas que han medido sus actos públicos con mayor ponderación, aquellas mejor arraigadas en lo hondo de la monarquía española, las que todo tienen que temerlo de la subversión de las instituciones, ésas son precisamente las que se congregan en torno al rey francés, las que secundan sus innovaciones y las que contribuyen a aventar las cenizas de la España anterior.
La monarquía venía siendo amenazada con el reparto durante el siglo XVII, y éste quedó consumado en Utrecht. Pero también corría peligro la unidad española. Ya en época de Felipe II y Felipe IV, obedeciendo a un entralismo integrado, se habían intentado recortar y suprimir privilegios y se había desembocado siempre en una guerra civil. El año 1640 fue de lo más representativo. En estos nuevos momentos, con la actitud de Aragón, Cataluña y Valencia a partir de 1704, la unidad española pasa por momentos absolutamente inquietantes en lo que a su unidad respecta.
El símbolo de unidad vino a serlo Felipe V, como refleja el tono vibrante del manifiesto lanzado por el Borbón el 30 de abril de 1704, cuando al frente de sus tropas corre a invadir Portugal para cortar la amenaza que viene del país vecino:
"Los maliciosos afectados influjos contra la fidelidad de tanto leal vasallo de mis reinos de España, han movido a que con mal acuerdo no sólo haya dejado de cumplir el Rey de Portugal los tratados de Liga ofensiva y defensiva con las dos Coronas, que estuvo ratificada, sino voluntariamente, faltando a ella, descendió a la neutralidad haciéndola pública por sus ministros en una y otra Corte, en que también convenían; suspendió la formal declaración, e influyó en nuevas alianzas con el Emperador, Inglaterra y Holanda, ofreciendo sus tropas; y acordando que la guerra segregue las principales provincias de estos reinos, y fingiendo el bien y la libertad de la europa, intenta poner al Archiduque Carlos de Austria en posesión de toda España y de sus dependencias, consiguiendo al mismo tiempo que el Archiduque haya cedido desde luego, para en aquel caso, y en perpetuidad, a Portugal la ciudad de Badajoz, las plazas de Alcántara, Albuquerque y Valencia en la Extremadura y a Bayona, Vigo, Tuy y la Guardia en el reino de Galicia; y todo lo que está de la otra parte del río de la Plata en las Indias Occidentales; armándose y auxiliándose de numerosas tropas enemigas de las dos Coronas, y horror de la religión católica... Sea público en el mundo, se desnudan debidamente mi espada y la de mis reinos por la Fe, por la Corona y por el Honor de la Patria".
El fondo del problema: la muerte del Hechizado fue llorada en Cataluña y Aragón, pero en Castilla no costó ni una lágrima. Felipe V representaba para los castellanos la exoneración de tributos y de las pesadas tasas. Precisamente por esto deseaban su venida. El rey Borbón, además, significaba para los territorios del reino de Aragón la pérdida de privilegios. Optan por defenderse contra la futura, pero cierta, intromisión que Felipe V iba a hacer en sus intereses. Optán, está claro, por la guerra civil.
La crisis política deslinda en dos bandos a los españoles (¡qué raro! ¿verdad?). Uno de ellos da por pasajera y anecdótica la flaqueza que ha motivado la crisis; entiende que la institución será superior a aquella coyuntura y afronta cualquier idea de reforma con el goethiano preferir una injusticia a un desorden (¡qué raro! ¿verdad?). El otro bando se deja llevar ahora por un fogoso celo por el bienestar del país. La ambición de lucro hurga en la herida, la proclama mortal, se impacienta por su remedio, extrae de ella moralejas.
O lo que es lo mismo: en un bando se alinean los hombres que han solido figurar en la oposición contra el signo político del trono de Carlos II; son las personas que nada tienen que esperar de la perpetuación del anterior estado de las cosas y sí todo de una mudanza como la que se avecina. El poder, la riqueza, la gloria las satisfará el nuevo señor que barra a las personas y a las formas políticas del último monarca. Estas personas, con tremenda paradoja demostrativa de su ninguna sinceridad política y de su absoluta falta de perspectiva histórica, se afiliarán al bando del archiduque, es decir, el del príncipe que continúa la línea dinástica del finado rey y dice encarnar la tradición española. Por el contrario, las personas mejor acomodadas económica y políticamente, aquellas que han medido sus actos públicos con mayor ponderación, aquellas mejor arraigadas en lo hondo de la monarquía española, las que todo tienen que temerlo de la subversión de las instituciones, ésas son precisamente las que se congregan en torno al rey francés, las que secundan sus innovaciones y las que contribuyen a aventar las cenizas de la España anterior.
La monarquía venía siendo amenazada con el reparto durante el siglo XVII, y éste quedó consumado en Utrecht. Pero también corría peligro la unidad española. Ya en época de Felipe II y Felipe IV, obedeciendo a un entralismo integrado, se habían intentado recortar y suprimir privilegios y se había desembocado siempre en una guerra civil. El año 1640 fue de lo más representativo. En estos nuevos momentos, con la actitud de Aragón, Cataluña y Valencia a partir de 1704, la unidad española pasa por momentos absolutamente inquietantes en lo que a su unidad respecta.
El símbolo de unidad vino a serlo Felipe V, como refleja el tono vibrante del manifiesto lanzado por el Borbón el 30 de abril de 1704, cuando al frente de sus tropas corre a invadir Portugal para cortar la amenaza que viene del país vecino:
"Los maliciosos afectados influjos contra la fidelidad de tanto leal vasallo de mis reinos de España, han movido a que con mal acuerdo no sólo haya dejado de cumplir el Rey de Portugal los tratados de Liga ofensiva y defensiva con las dos Coronas, que estuvo ratificada, sino voluntariamente, faltando a ella, descendió a la neutralidad haciéndola pública por sus ministros en una y otra Corte, en que también convenían; suspendió la formal declaración, e influyó en nuevas alianzas con el Emperador, Inglaterra y Holanda, ofreciendo sus tropas; y acordando que la guerra segregue las principales provincias de estos reinos, y fingiendo el bien y la libertad de la europa, intenta poner al Archiduque Carlos de Austria en posesión de toda España y de sus dependencias, consiguiendo al mismo tiempo que el Archiduque haya cedido desde luego, para en aquel caso, y en perpetuidad, a Portugal la ciudad de Badajoz, las plazas de Alcántara, Albuquerque y Valencia en la Extremadura y a Bayona, Vigo, Tuy y la Guardia en el reino de Galicia; y todo lo que está de la otra parte del río de la Plata en las Indias Occidentales; armándose y auxiliándose de numerosas tropas enemigas de las dos Coronas, y horror de la religión católica... Sea público en el mundo, se desnudan debidamente mi espada y la de mis reinos por la Fe, por la Corona y por el Honor de la Patria".
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