El aumento de clérigos, sin embargo, no había contribuído en absoluto a un crecimiento paralelo de las virtudes y la ciencia de los eclesiásticos. Los antiguos místicos iban siendo olvidados y sus doctrias sustiuidas por otras en las que no faltaron peligrosas degeneraciones. Célebre se hizo la corriente "quietista", propugnada por Miguel de Molinos (1627-1696), para quien la cumbre de la santidad consistía en conseguir la absoluta pasividad, extirpando incluso los deseos de alcanzar la perfección. En tal estado, decía Molinos, el hombre se hace impecable, de modo que no se le podía tachar de pecador aunque externamente quebrantase los mandamientos.
Las preocupaciones pastorales y teológicas dejan paso a vanas disputas entre los distintos sectores del clero (seculares contra religiosos, diversas órdenes religiosas entre sí), que estterilizarían las potencialidades de nuestros eclesiásticos. Bien es verdad que continuó todavía la tarea asistencial y benéfica de muchas y beneméritas instituciones, pero no hay que perder de vista la declinación que padece a la sazón el nivel general del clero del país. Instrumento y portavoces de los intereses de la Iglesia comienzan a ser -cada vez más abiertamente- los confesores reales.
La aristocracia, levantada en bloque contra el absolutismo del conde-duque, no paró hasta barrer de los puestos clave de la administración a los personajes procedentes del sector plebeyo, que tanto habían contribuido a equilibrar la balanza del poder entre la Corona y la aristocracia en los reinados anteriores. La nobleza se lanza ahora a acaparar los principales puestos de la adminsitración, desbancando a los antiguos burócratas. De este modo, el poder de la aristocracia se afianza en todos los confines del Imperio Hispánico, haciendo renacer a nivel local un verdadero régimen feudal, contra el cual las Cortes, prácticamente inexistentes, nada podían hacer y donde los municipos pasaban a ser inexorablemente instrumentos puestos al servicio de los señores. El reinado de Carlos II sería, en consecuencia, la edad dorada de las clases privilegiadas de las diferentes provincias de la monarquía. En España y en Italia, los fueros de las provincias recibieron un nuevo soplo vital. En América, la aristocracia colonial pudo reunir grandes propiedades, sin trpezar con la interferencia de un gobierno central que, durante el siglo XVI, había luchado tan denodadamente para conservar el contro efectivo sobre sus nuevas posesiones.
Mientras el pequeño rey trampeaba de fiebres en cólicos y de ícara de chocolate en berrinche de niño mimado y enfermo, la Junta de Gobierno languidecía y la regente, doña Mariana, buscaba lla forma de introducir en los órganos de poder a su confesor, el jesuita austriaco padre Juan Everardo de Nithard. Era este un fraile, buen teólogo, avezado en ideas de piedad y ascética, pero totalmente ayuno de conocimientos políticos. La regente, sin embargo, no paró mientes en ningún obstáculo. Pidió autorización al Papa para que permitiese al jesuita intervenir en los asuntos de gobierno, dispensándole de sus votos. Nithard recibió, además, la nacionalidad española para paliar de algún modo la ociosidad que le confería su calidad de extranjero. Uno tras otro, la regente le entregó los puestos decisivos en el gobierno de la nación. De hecho, le hizo pasar del confesionario al Consejo de Estado, al cargo de Inquisidor General, le hizo miembro de la Junta de Gobierno y, por último, primer ministro.
A pesar de su hispanización, Nithard no era visto con buenos ojos por la aristocracia, y mucho menos por el preterido don Juan José de Austria. Ya antes de 1666, fecha de su encumbramiento, se había hecho antipático por su influjo en la decisión de prohibir en el país las representaciones teatrales, espectáculo que había llegado a ser ingrediente imprescindible de la vida española. Ni siquiera se acogierno bien sus propuestas de reducir a la mitad el impuesto de los millones y de establecer una contribución única. Mas lo que decidió la caída de Nithard fue la impopularidad que le atrajo su imprevisión e impericia en la guerra que, al año siguiente, desencadenó Luis XIV de Francia. El vecino país, deseoso de poner fin definitivamente a las frecuentes invasiones que españoles y alemanes habían lanzado en el pasado contra Francia desde los Países Bajos, pensó en apoderarse de éstos. Esgrimiendo discutibles argumentos legales, lanzó contra la frontera flamenca un lucido ejército de 50.000 hombres, que, si bien fue contenido a duras penas por sus adversarios, obligó a España a sentarse en la mesa de negociaciones en condiciones de inferioridad. La Paz de Aquisgrán (1668) puso en manos del monarca francés una larga lista de ciudades tan importantes para la defensa de los Países Bajos como Lille, Tournai, Douai, Ath, Charlero, Audernarde, Courtrai y otras muchas. De todas formas, aquella paz no fue totalmente desfavorable para España. La moderación de Luis XIV se debía, no obstante, a su inteligente visión de futuro. Previno la pronta muerte del rey de España, llegó a un acuerdo con el emperador Leopoldo de Austria para llevar a cabo un reparto de la herencia hispánica.
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Las preocupaciones pastorales y teológicas dejan paso a vanas disputas entre los distintos sectores del clero (seculares contra religiosos, diversas órdenes religiosas entre sí), que estterilizarían las potencialidades de nuestros eclesiásticos. Bien es verdad que continuó todavía la tarea asistencial y benéfica de muchas y beneméritas instituciones, pero no hay que perder de vista la declinación que padece a la sazón el nivel general del clero del país. Instrumento y portavoces de los intereses de la Iglesia comienzan a ser -cada vez más abiertamente- los confesores reales.
La aristocracia, levantada en bloque contra el absolutismo del conde-duque, no paró hasta barrer de los puestos clave de la administración a los personajes procedentes del sector plebeyo, que tanto habían contribuido a equilibrar la balanza del poder entre la Corona y la aristocracia en los reinados anteriores. La nobleza se lanza ahora a acaparar los principales puestos de la adminsitración, desbancando a los antiguos burócratas. De este modo, el poder de la aristocracia se afianza en todos los confines del Imperio Hispánico, haciendo renacer a nivel local un verdadero régimen feudal, contra el cual las Cortes, prácticamente inexistentes, nada podían hacer y donde los municipos pasaban a ser inexorablemente instrumentos puestos al servicio de los señores. El reinado de Carlos II sería, en consecuencia, la edad dorada de las clases privilegiadas de las diferentes provincias de la monarquía. En España y en Italia, los fueros de las provincias recibieron un nuevo soplo vital. En América, la aristocracia colonial pudo reunir grandes propiedades, sin trpezar con la interferencia de un gobierno central que, durante el siglo XVI, había luchado tan denodadamente para conservar el contro efectivo sobre sus nuevas posesiones.
Mientras el pequeño rey trampeaba de fiebres en cólicos y de ícara de chocolate en berrinche de niño mimado y enfermo, la Junta de Gobierno languidecía y la regente, doña Mariana, buscaba lla forma de introducir en los órganos de poder a su confesor, el jesuita austriaco padre Juan Everardo de Nithard. Era este un fraile, buen teólogo, avezado en ideas de piedad y ascética, pero totalmente ayuno de conocimientos políticos. La regente, sin embargo, no paró mientes en ningún obstáculo. Pidió autorización al Papa para que permitiese al jesuita intervenir en los asuntos de gobierno, dispensándole de sus votos. Nithard recibió, además, la nacionalidad española para paliar de algún modo la ociosidad que le confería su calidad de extranjero. Uno tras otro, la regente le entregó los puestos decisivos en el gobierno de la nación. De hecho, le hizo pasar del confesionario al Consejo de Estado, al cargo de Inquisidor General, le hizo miembro de la Junta de Gobierno y, por último, primer ministro.
A pesar de su hispanización, Nithard no era visto con buenos ojos por la aristocracia, y mucho menos por el preterido don Juan José de Austria. Ya antes de 1666, fecha de su encumbramiento, se había hecho antipático por su influjo en la decisión de prohibir en el país las representaciones teatrales, espectáculo que había llegado a ser ingrediente imprescindible de la vida española. Ni siquiera se acogierno bien sus propuestas de reducir a la mitad el impuesto de los millones y de establecer una contribución única. Mas lo que decidió la caída de Nithard fue la impopularidad que le atrajo su imprevisión e impericia en la guerra que, al año siguiente, desencadenó Luis XIV de Francia. El vecino país, deseoso de poner fin definitivamente a las frecuentes invasiones que españoles y alemanes habían lanzado en el pasado contra Francia desde los Países Bajos, pensó en apoderarse de éstos. Esgrimiendo discutibles argumentos legales, lanzó contra la frontera flamenca un lucido ejército de 50.000 hombres, que, si bien fue contenido a duras penas por sus adversarios, obligó a España a sentarse en la mesa de negociaciones en condiciones de inferioridad. La Paz de Aquisgrán (1668) puso en manos del monarca francés una larga lista de ciudades tan importantes para la defensa de los Países Bajos como Lille, Tournai, Douai, Ath, Charlero, Audernarde, Courtrai y otras muchas. De todas formas, aquella paz no fue totalmente desfavorable para España. La moderación de Luis XIV se debía, no obstante, a su inteligente visión de futuro. Previno la pronta muerte del rey de España, llegó a un acuerdo con el emperador Leopoldo de Austria para llevar a cabo un reparto de la herencia hispánica.
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