La generación que gobernó Europa en el primer cuarto del siglo XVI bien puede ser considerada como una generación pacifista. En efecto durante unos cuantos años se apaga casi por completo la guerra que ardía en Europa desde los albores del siglo. Pero no se crea que aquella generación llegó a practicar el pacifismo por convencimiento; nada más lejos de la realidad que creer que la paz había sido fruto de una decisión común por respetar al adversario en sus ideas, creencias y riquezas. Más que una paz, puede hablarse de una tregua forzada por la calamitosa situación en qeu todos los contendientes se hallaban, después de más de un siglo de conflictos ininterrumpidos. España, exhausta tras mantener un esfuerzo desproporcionado a sus propios recursos, no estaba en condiciones de continuar la lucha. Francia, desangrada por las guerras internas de religión y sus continuos conflictos con España, no presentaba un panorama más alentador. Y otro tanto podría decirse de Inglaterra, Holanda o el Imperio alemán.
En realidad, los antiguos adversarios no hacen más que tomarse un respro, recomponer sus fuerzas, reorganizar sus recursos, con la firme decisión de lanzarse de nuevo a la guerra en cuanto sea posible. Ahora bien, no todos supieron aprovechar estos años de tranquilidad para asegurar sus éxitos futuros. España, desde luego, no lo hizo. En Francia, sin embargo, se observa en esta época un eficaz esfuerzo por reconstruir el país. Apenas se sienta Enrique IV en el trono de Francia, la nación vecina comienza a rehacerse de sus pasadas desgracias.
Del mismo modo que había ocurrido con antelació en España desde los días de los Reyes Católicos, Francia comienza ahora a robustecer el poder de la monarquía. El ejemplo del absolutismo castellano es imitado por Enrique IV, cimentador del absolutismo monárquico francés; ahora bien, mientras que en España el absolutismo llega en un momento en que se convierte en un instrumento al servicio de una camarilla de privilegiados, en Francia se orienta cada vez más decididamente al servicio de todo el país. Ya en 1598 se publica en Francia el Edicto de Nantes, por el que el Estado garantizaba la libertad religiosa a todos sus súbditos. Un nuevo aire de tolerancia permitió a los franceses reconciliarse entre sí y cerrar filas en torno a la monarquía sin distinción de creencias. Las doctrinas mercantilistas que habían inspirado la economía española son adoptadas igualmente por los franceses, pero perfeccionadas y depuradas de los errores en que había caído el mercantilismo español. Como se dijo anteriormente, los economistas españoles habían llegado a creer que la mejor garanía para la prosperidad del país estaba en la acumulación de la mayor cantidad posible de metales preciosos en las arcas de la nación. Mas este ideal era imposible de llevar a cabo en España, donde la ausencia de una industria y una agricultura poderosa obligaban a gastar las reservas de metal precioso en comprar en el extranjero lo que en España no se producía. Francia, como se advirtió, fue uno de los países que más se favorecieron en esta coyuntura. El oro y la plata de América se encauzaron hacia el país vecino, a cambio de las manufacturas que Francia, a través de España, enviaba a América. Para los franceses también constituía un ideal la acumulación de metales preciosos; pero los medios que arbitraron para conseguirlos y retenerlos fueron mucho más adecuados que los empleados por España. Mientras que España conseguía sus riquezas por el expeditivo medio de tomarlas de América y trataba de retenerlas con inútiles prohibiciones, Francia las conseguía desarrollando poderosamente su industria y orientando toda su fuerza económica hacia la producción de todo tipo de bienes, no sólo para el consumo interior, sino también para la exportación y, en consecuencia, acaparando los metales preciosos que España tenía que pagar por ellos.
En realidad, los antiguos adversarios no hacen más que tomarse un respro, recomponer sus fuerzas, reorganizar sus recursos, con la firme decisión de lanzarse de nuevo a la guerra en cuanto sea posible. Ahora bien, no todos supieron aprovechar estos años de tranquilidad para asegurar sus éxitos futuros. España, desde luego, no lo hizo. En Francia, sin embargo, se observa en esta época un eficaz esfuerzo por reconstruir el país. Apenas se sienta Enrique IV en el trono de Francia, la nación vecina comienza a rehacerse de sus pasadas desgracias.
Del mismo modo que había ocurrido con antelació en España desde los días de los Reyes Católicos, Francia comienza ahora a robustecer el poder de la monarquía. El ejemplo del absolutismo castellano es imitado por Enrique IV, cimentador del absolutismo monárquico francés; ahora bien, mientras que en España el absolutismo llega en un momento en que se convierte en un instrumento al servicio de una camarilla de privilegiados, en Francia se orienta cada vez más decididamente al servicio de todo el país. Ya en 1598 se publica en Francia el Edicto de Nantes, por el que el Estado garantizaba la libertad religiosa a todos sus súbditos. Un nuevo aire de tolerancia permitió a los franceses reconciliarse entre sí y cerrar filas en torno a la monarquía sin distinción de creencias. Las doctrinas mercantilistas que habían inspirado la economía española son adoptadas igualmente por los franceses, pero perfeccionadas y depuradas de los errores en que había caído el mercantilismo español. Como se dijo anteriormente, los economistas españoles habían llegado a creer que la mejor garanía para la prosperidad del país estaba en la acumulación de la mayor cantidad posible de metales preciosos en las arcas de la nación. Mas este ideal era imposible de llevar a cabo en España, donde la ausencia de una industria y una agricultura poderosa obligaban a gastar las reservas de metal precioso en comprar en el extranjero lo que en España no se producía. Francia, como se advirtió, fue uno de los países que más se favorecieron en esta coyuntura. El oro y la plata de América se encauzaron hacia el país vecino, a cambio de las manufacturas que Francia, a través de España, enviaba a América. Para los franceses también constituía un ideal la acumulación de metales preciosos; pero los medios que arbitraron para conseguirlos y retenerlos fueron mucho más adecuados que los empleados por España. Mientras que España conseguía sus riquezas por el expeditivo medio de tomarlas de América y trataba de retenerlas con inútiles prohibiciones, Francia las conseguía desarrollando poderosamente su industria y orientando toda su fuerza económica hacia la producción de todo tipo de bienes, no sólo para el consumo interior, sino también para la exportación y, en consecuencia, acaparando los metales preciosos que España tenía que pagar por ellos.
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