Al mismo tiempo que Felipe II entregaba su alma a Dios, en la basílica del monasterio de El Escorial un joven de veinte años hacía oración para que la agonía del rey no fuese tan dolorosa. Momentos después, el silencio de la iglesia se alborotó con ruidos de pasos y voces que se dirigían al piadoso muchacho, dándole a entender que él era el nuevo rey. El joven se levantó, corrió al encuentro de su hermana Isabel Clara Eugenia, se echó en sus brazos y lloró amargamente. Así comenzaba el reinado de Felipe III, o de Felipe el Bueno, como le conocería la Historia.
Felipe había nacido en 1578. Era hijo de la reina Ana de Austria, la cuarta esposa de Felipe II. Era un hombre de naturalea pacífica, grave de gestos y de maneras, con una pretancia un tanto infautada. Por su gran bondad se hacía querer de sus servidores. Era un apasionado de la música, de los naipes, de las armas, los caballos y la caza, y un excelente bailarín. Muhcos de los que lo servían creían que pertenecía a aquella categoría de seres de los que nade sabe cuáles son sus ideas. Visto, no a través del corto tiempo que podían verlo sus servidores, sino a través de toda una perspectiva histórica, y perforando su imponente fachada, uno se da cuenta de qeu nadie sabía cuáles eran sus ideas porque carecía totalmente de ellas y porque detrás de aquella fachada no había sino un gran vacío.
Felipe, en efecto, era un hombre bueno; pero, por su falta de voluntad, por su mediocre inteligencia, por su falta de iniciativa, casi podría definirse mejor como un buen hombre. Su padre había pedido a sus más íntimos colaboradores que le informasen sobre las apitudes de su hijo para gobernar la enorme herencia que iba a recaer en él. A pesar de los eufemismos de que se valior los llamados a informar, Felipe II captó perfectamente la clase de sucesor que el destino le había deparado. Esto es lo que dio a entender el Rey Prudente en aquella famosa frase: "Dios que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos". Y en otra ocasión, hablando con don Cristóbal de Moura, dijo estas otras palabras proféticas: "Ay, don Cristóbal que me temo que le han de gobernar". Y así fue. Con Felipe III se inaugura en España la costumbre real de descargar el peso del gobierno sobre los hombros de amigos íntimos, a los que se darían, entre otros, los nombres de favoritos, privados y, especialmente, el de "validos".
Desde los tiempos de los Reyes Católicos, la Corona había avanzado, inexorablemente, por los caminos de un gobierno cada vez más absoluto. Con Felipe II, el autoritarismo monárquico había llegado al cenit, al mismo tiempo que la injerencia de la nobleza en el gobierno y la política había llegado a sus más ínfimos niveles. Pero con Felipe III, el sistema de gobierno personal deja de desarrollarse. El factor que desencadena el proceso de disgregación del personalismo monárquico fue, en primer lugar, la formidable apatía de Felipe III, que pasaría a la Historia como el más perezoso de todos los reyes de España. Mas no sería justo atribuir a esta deficiencia la explicación total de la emergencia y al desarrollo del régimen del valimiento. Muchas fueron las circunstancias que contribuyeron al auge del referido sistema.
La ineptitud del rey Felipe III -y lo mismo podría decirse de sus sucesores, Felipe IV y Carlos II- exigía que algún colaborador compartiese con él la responsabilidad del gobierno; pero aun en el caso de que no hubiese sido así, el hipertrófico crecimiento de la administración y la monstruosa acumulación de papeles habrían exigido a cualquier otro rey más apto tomar una medida semejante. Felipe II, a pesar de su apasionamiento por la burocracia, a pesar de ser un rey "papelista", había perecido aplastado materialmente por los rimeros de infolios que se acumulaban en su mesa de trabajo. La marcha del gobierno entero se resentía, paralizada por la lentitud que imponía el rey al obstinarse en examinar por sí mismo la mayor parte de cuestiones que se debían resolver. En realidad, las circunstancias exigían a la realeza que compartiese su carga y delegase su poder. Recurriendo a los validos, se apuntaba a un objetivo que no dejaba de tener sus ventajas. Acaso no habrían sido capaces de formular el problema con precisión, pero lo que estaban buscando en realidad era un primer ministro.
Felipe había nacido en 1578. Era hijo de la reina Ana de Austria, la cuarta esposa de Felipe II. Era un hombre de naturalea pacífica, grave de gestos y de maneras, con una pretancia un tanto infautada. Por su gran bondad se hacía querer de sus servidores. Era un apasionado de la música, de los naipes, de las armas, los caballos y la caza, y un excelente bailarín. Muhcos de los que lo servían creían que pertenecía a aquella categoría de seres de los que nade sabe cuáles son sus ideas. Visto, no a través del corto tiempo que podían verlo sus servidores, sino a través de toda una perspectiva histórica, y perforando su imponente fachada, uno se da cuenta de qeu nadie sabía cuáles eran sus ideas porque carecía totalmente de ellas y porque detrás de aquella fachada no había sino un gran vacío.
Felipe, en efecto, era un hombre bueno; pero, por su falta de voluntad, por su mediocre inteligencia, por su falta de iniciativa, casi podría definirse mejor como un buen hombre. Su padre había pedido a sus más íntimos colaboradores que le informasen sobre las apitudes de su hijo para gobernar la enorme herencia que iba a recaer en él. A pesar de los eufemismos de que se valior los llamados a informar, Felipe II captó perfectamente la clase de sucesor que el destino le había deparado. Esto es lo que dio a entender el Rey Prudente en aquella famosa frase: "Dios que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos". Y en otra ocasión, hablando con don Cristóbal de Moura, dijo estas otras palabras proféticas: "Ay, don Cristóbal que me temo que le han de gobernar". Y así fue. Con Felipe III se inaugura en España la costumbre real de descargar el peso del gobierno sobre los hombros de amigos íntimos, a los que se darían, entre otros, los nombres de favoritos, privados y, especialmente, el de "validos".
Desde los tiempos de los Reyes Católicos, la Corona había avanzado, inexorablemente, por los caminos de un gobierno cada vez más absoluto. Con Felipe II, el autoritarismo monárquico había llegado al cenit, al mismo tiempo que la injerencia de la nobleza en el gobierno y la política había llegado a sus más ínfimos niveles. Pero con Felipe III, el sistema de gobierno personal deja de desarrollarse. El factor que desencadena el proceso de disgregación del personalismo monárquico fue, en primer lugar, la formidable apatía de Felipe III, que pasaría a la Historia como el más perezoso de todos los reyes de España. Mas no sería justo atribuir a esta deficiencia la explicación total de la emergencia y al desarrollo del régimen del valimiento. Muchas fueron las circunstancias que contribuyeron al auge del referido sistema.
La ineptitud del rey Felipe III -y lo mismo podría decirse de sus sucesores, Felipe IV y Carlos II- exigía que algún colaborador compartiese con él la responsabilidad del gobierno; pero aun en el caso de que no hubiese sido así, el hipertrófico crecimiento de la administración y la monstruosa acumulación de papeles habrían exigido a cualquier otro rey más apto tomar una medida semejante. Felipe II, a pesar de su apasionamiento por la burocracia, a pesar de ser un rey "papelista", había perecido aplastado materialmente por los rimeros de infolios que se acumulaban en su mesa de trabajo. La marcha del gobierno entero se resentía, paralizada por la lentitud que imponía el rey al obstinarse en examinar por sí mismo la mayor parte de cuestiones que se debían resolver. En realidad, las circunstancias exigían a la realeza que compartiese su carga y delegase su poder. Recurriendo a los validos, se apuntaba a un objetivo que no dejaba de tener sus ventajas. Acaso no habrían sido capaces de formular el problema con precisión, pero lo que estaban buscando en realidad era un primer ministro.
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