El protestantismo había sido liquidado por completo. Sin embargo, todavía era necesaro evitar que volviera a reproducirse. El repliegue de Felipe II se muestra también en el establecimiento de un auténtico cordón sanitario que impediría llegar a España todo contagio. En 1558, las medidas contra la importación clandestina de libros alcanzan el extremo de penar con la muerte a los contrabandistas. Los índices de libros prohibidos se multiplican y endurecen. A partir de 1558, se ordena que todos los libros que se publiquen en España lleven licencia real. Al año siguiente, otro decreto prohibió a los estudiantes españoles cursar estudios en el extranjero. En esta misma fecha, la Santa Sede publicó un índice cuya validez no fue reconocida en España, donde se publicó también en 1559 un índice español extraordinariamente severo. La Inquisición no se limitó a publicar la lista de los libros prohibidos, sino que además hizo registrar minuciosamente las librerias y bibliotecas públicas en busca de libros perniciosos. El inquisidor general, juzgando la gestión de sus predecesores excesivamente benévola, por tratarse de hombres "que no tenían experiencia en detectar los errores luteranos", imulsó con todo su entusiasmo la represión.
Ocupaba a la sazón este cargo Fernando de Valdés, ciuyo celo antiherético no puede decirse que naciera exclusivamente de su amor a la ortodoxia. Valdés necesitaba recuperar su prestigio como arzobispo de Sevilla, caído en desgracia por su resistencia a colaborar económicamente con la Corona, y también como inquisidor, temeroso de que volvieran a aparecer focos similares a los de Valladolid y Sevilla. Para conseguir el tanto que necesitaba, puso sus ojos en una víctima mucho más importante que todos los herejes de Valladolid y Sevilla juntos. Se trataba nada menos que del arzobispo de Toledo, que también era primado de España; su nombre era Bartolomé de Carranza, de la orden de los dominicos. Durante su estancia juvenil en la provincia de Guadalajara, Carranza había tenido relaciones con el círculo de los Valdés. Posteriormente había enseñado en el colegio de San Gregorio en Valladolid, con gran aplauso de cuantos escucharon sus clases y sus sermones. Carlos V lo designó para asistir como teólogo a las primeras etapas del Concilio de Trento. En los días en los que Felipe marchó a Inglaterra, Carranza le acompañó y allí permaneció cerca de tres años colaborando con la reina María y con los jerarcas católicos de Inglaterra en la obra de la restauración católica. En aquellas jornadas compuso un interesantísimo Catecismo pensado para sacar de su ignorancia a los clérigos ingleses, muchos de los cuales ni siquiera conocían el Credo. La difusión del libro fue restringidísima. A España no debieron llegar más de una docena de ejemplares, casi todos ellos entregados a teólogos amigos de Carranza para que lo estudiasen y criticasen. Uno de ellos se lo regaló Carranza al mismo príncipe Carlos, hijo de Felipe II. Pero la Inquisició quiso ver peligrosas doctrinas en aquel libro, y comenzó a requisarlo.
Cuando el rey regresó a España en 1559, Carranza, nombrado ya arzobispo de Toledo, volvió también. Conociendo la hostilidad que los inquisidores sentían hacia su libro, sobre todo después de la aparición del foco protestante de Valladolid, se entrevistó con Valdés, ofreciéndole corregir el libro y recoger los ejemplares repartidos. Mas ya no era posible detener la maquinaria inquisitorial. Carranza, convencido de que un proceso inquisitorial le haría perder su prestigio como pastor de almas en la diócesis de toledo, movilizó a sus amigos, escribió a los teólogos encargados de censurar el libro e incluso realizó gestiones ante Felipe II y el papa Paulo IV. Pero Valdés no se había dormido mientras tanto. En 1559 obtuvo del Papa unos breves por los que se concedía a la Inquisición española licencia para procesar a cualquier personaje, por importante que fuese, incluidos los obispos. Incluso se le autorizaba para condenar a los penitenciados, aunque diesen muestras de arrepentimiento y pidiesen misericordia, con tal que hubiera sospechas de que tal arrepentimiento era insincero y forzado por el temor al castigo. Valdés, que envidiaba a Carranza y que no habá encajado bien su nombramiento para la sede de Toledo, se dejó arrastrar por su odio. Otro enemigo acérrimo de Carranza fue su hermano en religión Melchor Cano. Ambos habían sido compañeros desde los años juveniles; andando el tiempo, la emulación que les había hecho competir en el campo académico como estudiantes y como profesores se fue convirtiendo en envidia de Cano hacia Carranza. Cano, que en otros tiempos había sentido simpatías por los movimientos espirituales de signo misticista, se convierte en esta época en el más rabioso debelador de aquellos movimientos y, en especial, contra los alumbrados, a quienes consideraba precursores del luteranismo en España.
Carranza, por su parte, no se había preocupado excesivamente de los tecnicismos teológicos a lahora de redactar aquel Catecismo suyo, dedicado a ignorantes, no a especialistas. También en su predicación abundaban las frases hiperbólicas en las que cualquier malicioso podía detectar herejías. Uno de ellos era Melchor Cano, para quien constituía un axioma aquella rigurosa frase: "Hay afirmaciones que, sin que den en tierra con el edificio de la fe, lo hacen tambalear". ¿Y qué es lo que tenía Cano y la Inquisición contra el libro de Carranza? Valdés aconsejó a Cano que censurara el libro "con rigor". Cano, que no necesitaba incentivos para hacerlo, utilizó un método realmente criminal: entresacar frases sueltas que, aisladas de su contexto, bien podían ser heréticas. Su furia le llevó a tachar de luteranas algunas frases de San Juan Crisóstomo, que él creía salidas de la pluma de Carranza. Acusó al arzobispo de intentar poner la ciencia teológica al alcance de todos los cristianos, incluso mujeres y gentes de baja condición; aducí que no se podía conservar la reverencia debida a la religión si no habái misterio ni secreto. La Escritura en lengua vulgar, como había ocurrido en Alemania, dañaba a las mujeres y a los idiotas. La obra refutaba los argumentos de los enemigos del catolicismo, pero Cano consideraba peligroso que el pueblo supiera que había gentes que opinaban de distinta forma. Luego venían las proposiciones que Cano consideraba heréticas, peligrosas, temerarias... El miedo inspiraba su postura. Para que el pueblo no pudiera tocar el árbol de la teología, decía Cano que era necesario actuar con cuchillo de fuego.
Ocupaba a la sazón este cargo Fernando de Valdés, ciuyo celo antiherético no puede decirse que naciera exclusivamente de su amor a la ortodoxia. Valdés necesitaba recuperar su prestigio como arzobispo de Sevilla, caído en desgracia por su resistencia a colaborar económicamente con la Corona, y también como inquisidor, temeroso de que volvieran a aparecer focos similares a los de Valladolid y Sevilla. Para conseguir el tanto que necesitaba, puso sus ojos en una víctima mucho más importante que todos los herejes de Valladolid y Sevilla juntos. Se trataba nada menos que del arzobispo de Toledo, que también era primado de España; su nombre era Bartolomé de Carranza, de la orden de los dominicos. Durante su estancia juvenil en la provincia de Guadalajara, Carranza había tenido relaciones con el círculo de los Valdés. Posteriormente había enseñado en el colegio de San Gregorio en Valladolid, con gran aplauso de cuantos escucharon sus clases y sus sermones. Carlos V lo designó para asistir como teólogo a las primeras etapas del Concilio de Trento. En los días en los que Felipe marchó a Inglaterra, Carranza le acompañó y allí permaneció cerca de tres años colaborando con la reina María y con los jerarcas católicos de Inglaterra en la obra de la restauración católica. En aquellas jornadas compuso un interesantísimo Catecismo pensado para sacar de su ignorancia a los clérigos ingleses, muchos de los cuales ni siquiera conocían el Credo. La difusión del libro fue restringidísima. A España no debieron llegar más de una docena de ejemplares, casi todos ellos entregados a teólogos amigos de Carranza para que lo estudiasen y criticasen. Uno de ellos se lo regaló Carranza al mismo príncipe Carlos, hijo de Felipe II. Pero la Inquisició quiso ver peligrosas doctrinas en aquel libro, y comenzó a requisarlo.
Cuando el rey regresó a España en 1559, Carranza, nombrado ya arzobispo de Toledo, volvió también. Conociendo la hostilidad que los inquisidores sentían hacia su libro, sobre todo después de la aparición del foco protestante de Valladolid, se entrevistó con Valdés, ofreciéndole corregir el libro y recoger los ejemplares repartidos. Mas ya no era posible detener la maquinaria inquisitorial. Carranza, convencido de que un proceso inquisitorial le haría perder su prestigio como pastor de almas en la diócesis de toledo, movilizó a sus amigos, escribió a los teólogos encargados de censurar el libro e incluso realizó gestiones ante Felipe II y el papa Paulo IV. Pero Valdés no se había dormido mientras tanto. En 1559 obtuvo del Papa unos breves por los que se concedía a la Inquisición española licencia para procesar a cualquier personaje, por importante que fuese, incluidos los obispos. Incluso se le autorizaba para condenar a los penitenciados, aunque diesen muestras de arrepentimiento y pidiesen misericordia, con tal que hubiera sospechas de que tal arrepentimiento era insincero y forzado por el temor al castigo. Valdés, que envidiaba a Carranza y que no habá encajado bien su nombramiento para la sede de Toledo, se dejó arrastrar por su odio. Otro enemigo acérrimo de Carranza fue su hermano en religión Melchor Cano. Ambos habían sido compañeros desde los años juveniles; andando el tiempo, la emulación que les había hecho competir en el campo académico como estudiantes y como profesores se fue convirtiendo en envidia de Cano hacia Carranza. Cano, que en otros tiempos había sentido simpatías por los movimientos espirituales de signo misticista, se convierte en esta época en el más rabioso debelador de aquellos movimientos y, en especial, contra los alumbrados, a quienes consideraba precursores del luteranismo en España.
Carranza, por su parte, no se había preocupado excesivamente de los tecnicismos teológicos a lahora de redactar aquel Catecismo suyo, dedicado a ignorantes, no a especialistas. También en su predicación abundaban las frases hiperbólicas en las que cualquier malicioso podía detectar herejías. Uno de ellos era Melchor Cano, para quien constituía un axioma aquella rigurosa frase: "Hay afirmaciones que, sin que den en tierra con el edificio de la fe, lo hacen tambalear". ¿Y qué es lo que tenía Cano y la Inquisición contra el libro de Carranza? Valdés aconsejó a Cano que censurara el libro "con rigor". Cano, que no necesitaba incentivos para hacerlo, utilizó un método realmente criminal: entresacar frases sueltas que, aisladas de su contexto, bien podían ser heréticas. Su furia le llevó a tachar de luteranas algunas frases de San Juan Crisóstomo, que él creía salidas de la pluma de Carranza. Acusó al arzobispo de intentar poner la ciencia teológica al alcance de todos los cristianos, incluso mujeres y gentes de baja condición; aducí que no se podía conservar la reverencia debida a la religión si no habái misterio ni secreto. La Escritura en lengua vulgar, como había ocurrido en Alemania, dañaba a las mujeres y a los idiotas. La obra refutaba los argumentos de los enemigos del catolicismo, pero Cano consideraba peligroso que el pueblo supiera que había gentes que opinaban de distinta forma. Luego venían las proposiciones que Cano consideraba heréticas, peligrosas, temerarias... El miedo inspiraba su postura. Para que el pueblo no pudiera tocar el árbol de la teología, decía Cano que era necesario actuar con cuchillo de fuego.
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