Era evidente para los nobles que la creación de las Gentes de Ordenanza marcaba el ocaso definitivo de su fuerza y el final de sus abusos, tanto en las ciudades como en los campos. Pero tuvieron la habilidad de lograr que sus intereses particulares, contrarios a la realización de aquel plan, fueran secundados ingenuamente por quienes tenían que estar más interesados en la creación de una fuerza que les liberase de los desmanes de la nobleza. En efecto, aunque en muchos lugares se aceptaron las disposiciones de Cisneros sobre el particular, hubo también otras muchas ciudades que se opusieron con todas sus fuerzas.
La propaganda de los nobles hizo correr inquietantes rumores. Se dijo que las ciudades verían decaer su industria cuando los trabajadores y artesanos se alistasen en la Ordenanza. Los privilegios y concesiones que se les concedían los harían arrogantes, holgazanes, follones y pendencieros. Se atemorizó a los contribuyentes con la amenaza de drásticas subidas de impuestos, máxime cuando se eximía de los mismos a los que se enrolaban. El pueblo sencillo, aferrado a sus tradiciones, consideraba insufrible el que tales gentes anduvieran armadas por la ciudad, y se escandalizaban de la novedad que representaba en Castilla el que en tiempos de paz se mantuviesen tantos hombres en pie de guerra.
Cuando el capitán Tapia se personó en Valladolid con el propósito de reclutar 600 hombres para la Ordenanza, el pueblo se amotinó y la rebelión cundió por otras ciudades y villas del reino, que concentraron en Valladolid hasta 30.000 hombres en armas dispuestos a oponerse al proyecto. Sólo entonces se atrevieron los nobles a arrojar la careta: el almirante de Castilla, el condestable, el duque de Alba, el conde de Benavente, el marqués de Astorga, los miembros del Consejo Real, en especial el arzobispo de Granada... Los de Valladolid, bien respaldados por ellos, acudieron a la superior instancia de Carlos, a quien rogaban que viniese a España lo más pronto posible.
Bien conocían los instigadores de aquel movimiento que la mejor manera de evitar las tensiones que enfrentaban a señores y vasallos en el interior del país era llevar guerras al exterior, con lo que la política imperialista venía a ser, de rechazo, lo que hoy llamaríamos una política social.
Caros respondió tratando de templar los ánimos y asegurando que nadie sería perjudicado por causa de la Ordenanza. El caso es que el proyecto languideció hasta abandonarse por completo. La nobleza se había apuntado la victoria. En realidad, como más adelante reconocieron, el rey y sus consejeros la existencia de las milicias de ordenanza habría dado a la guerra de las Comunidades un giro muy diverso del que tuvo.
Los esfuerzos de Cisneros por consolidar la potencia militar del reino se manifestaron también en su interés por fomentar la producción de material bélico. Se reorganizaron las atarazanas o astilleros, con lo que se pudo crear una flota de guerra permanentemente destinada a defender las costas levantinas contra los piratas, y se botaron las naves que demandaba el creciente comercio con las Indias. Se mejoraron las fábricas de artillería y pólvora de Fuenterrabía, Burgos, Medina y Málaga, donde se fundieron piezas que, como las famosas lombardas, llamadas "sanfranciscos", no tuvieron nada que envidiar a las producidas en otros países. También se compraron cañones en Flandes, con lo que los parques de artillería de Málaga, Alcalá de Henares y Medina del Campo fueron dotados suficientemente. Finalmente mencionaremos el cuerpo especial de mil hombres (entre piqueros y fusileros) que Cisneros organizó como guardia personal, a quienes se dio el nombre de "Los Pardos", por el color de sus uniformes.
Durante su regencia, no faltaron ocasiones de poner a prueba la potencia bélica del país. Así cuando se frustraron los nuevos intentos de los reyes navarros por recuperar su perdido trono, o cuando se sofocaron las rebeliones surgidas en Sicilia, o se consiguió mantener la presencia española en el norte de África, a pesar de algunos reveses.
La propaganda de los nobles hizo correr inquietantes rumores. Se dijo que las ciudades verían decaer su industria cuando los trabajadores y artesanos se alistasen en la Ordenanza. Los privilegios y concesiones que se les concedían los harían arrogantes, holgazanes, follones y pendencieros. Se atemorizó a los contribuyentes con la amenaza de drásticas subidas de impuestos, máxime cuando se eximía de los mismos a los que se enrolaban. El pueblo sencillo, aferrado a sus tradiciones, consideraba insufrible el que tales gentes anduvieran armadas por la ciudad, y se escandalizaban de la novedad que representaba en Castilla el que en tiempos de paz se mantuviesen tantos hombres en pie de guerra.
Cuando el capitán Tapia se personó en Valladolid con el propósito de reclutar 600 hombres para la Ordenanza, el pueblo se amotinó y la rebelión cundió por otras ciudades y villas del reino, que concentraron en Valladolid hasta 30.000 hombres en armas dispuestos a oponerse al proyecto. Sólo entonces se atrevieron los nobles a arrojar la careta: el almirante de Castilla, el condestable, el duque de Alba, el conde de Benavente, el marqués de Astorga, los miembros del Consejo Real, en especial el arzobispo de Granada... Los de Valladolid, bien respaldados por ellos, acudieron a la superior instancia de Carlos, a quien rogaban que viniese a España lo más pronto posible.
Bien conocían los instigadores de aquel movimiento que la mejor manera de evitar las tensiones que enfrentaban a señores y vasallos en el interior del país era llevar guerras al exterior, con lo que la política imperialista venía a ser, de rechazo, lo que hoy llamaríamos una política social.
Caros respondió tratando de templar los ánimos y asegurando que nadie sería perjudicado por causa de la Ordenanza. El caso es que el proyecto languideció hasta abandonarse por completo. La nobleza se había apuntado la victoria. En realidad, como más adelante reconocieron, el rey y sus consejeros la existencia de las milicias de ordenanza habría dado a la guerra de las Comunidades un giro muy diverso del que tuvo.
Los esfuerzos de Cisneros por consolidar la potencia militar del reino se manifestaron también en su interés por fomentar la producción de material bélico. Se reorganizaron las atarazanas o astilleros, con lo que se pudo crear una flota de guerra permanentemente destinada a defender las costas levantinas contra los piratas, y se botaron las naves que demandaba el creciente comercio con las Indias. Se mejoraron las fábricas de artillería y pólvora de Fuenterrabía, Burgos, Medina y Málaga, donde se fundieron piezas que, como las famosas lombardas, llamadas "sanfranciscos", no tuvieron nada que envidiar a las producidas en otros países. También se compraron cañones en Flandes, con lo que los parques de artillería de Málaga, Alcalá de Henares y Medina del Campo fueron dotados suficientemente. Finalmente mencionaremos el cuerpo especial de mil hombres (entre piqueros y fusileros) que Cisneros organizó como guardia personal, a quienes se dio el nombre de "Los Pardos", por el color de sus uniformes.
Durante su regencia, no faltaron ocasiones de poner a prueba la potencia bélica del país. Así cuando se frustraron los nuevos intentos de los reyes navarros por recuperar su perdido trono, o cuando se sofocaron las rebeliones surgidas en Sicilia, o se consiguió mantener la presencia española en el norte de África, a pesar de algunos reveses.
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