Cuando Carlos desembarcó en Asturias estaba mediado el mes de septiembre de 1517. El joven soberano, que sólo contaba diecisiete años, no podía imaginar que en aquellas tierras, de las que acabaría por enamorarse, vería por última vez la luz del sol a la vuelta de cuarenta y un años.
Cisneros, entretanto, se encontraba en Roa (Burgos). Unas molestas fiebres le impedían continuar su viaje, pero desde allí lo disponía todo para que Carlos fuera debidamente recibido en sus nuevos reinos, estimulado por el deseo de entrevistarse pronto con él. El rey, influido sin duda por sus consejeros, que temían encararse de medio a medio con el experimentado regente, procuraba retrasar lo más posible aquel encuentro. Al parecer, se pensaban repetir las mismas jugarretas que amargaron a Fernando el Católico los días en que trató de entrevistarse a toda costa con Felipe el Hermoso. Al perspicaz Cisneros no se le debieron escapar estas maniobras, y es de creer que su espíritu, ya apesadumbrado por la enfermedad, también debió de soportar la amargura que el desagradecimiento de Carlos le producía. La prueba definitiva de tan reprochable conducta fue una carta, que se ha perdido, en la que Carlos le daba las gracias por los servicios prestados y le manifestaba su deseo de que luego se retirara a descansar. Cisneros, sin embargo, no llegó nunca a leer esta misiva. Su estado empeoró a principios de noviembre, a causa de unas almorranas malignas, que agotaron sus últimas energías. En la madrugada del 8 de noviembre de 1517 Cisneros falleció:
"... el cual fue muy excelente prelado y una de las más valerosas y bastantes personas que ha habido en nuestra España, y ansí lo mostró en la manera que tuvo en gobernar estos reynos, y en otros negocios y cosas grandes que se le ofrecieron". P. Mexía.
Desde Roa, el cadáver del cardenal fue trasladado a Alcalá de Henares, en cuya iglesia magistral yacen todavía en el sepulcro que para ellos labró Bartolomé Ordóñez.
...
Dejemos por un momento al joven Carlos y volvámonos a contemplar el panorama que ofrecían aquellos reinos ante la atónita mirada de aquel muchacho en quien los azares de la fortuna habían concentrado la más fabulosa herencia que jamás tocó en suerte a monarca alguno.
Cisneros, entretanto, se encontraba en Roa (Burgos). Unas molestas fiebres le impedían continuar su viaje, pero desde allí lo disponía todo para que Carlos fuera debidamente recibido en sus nuevos reinos, estimulado por el deseo de entrevistarse pronto con él. El rey, influido sin duda por sus consejeros, que temían encararse de medio a medio con el experimentado regente, procuraba retrasar lo más posible aquel encuentro. Al parecer, se pensaban repetir las mismas jugarretas que amargaron a Fernando el Católico los días en que trató de entrevistarse a toda costa con Felipe el Hermoso. Al perspicaz Cisneros no se le debieron escapar estas maniobras, y es de creer que su espíritu, ya apesadumbrado por la enfermedad, también debió de soportar la amargura que el desagradecimiento de Carlos le producía. La prueba definitiva de tan reprochable conducta fue una carta, que se ha perdido, en la que Carlos le daba las gracias por los servicios prestados y le manifestaba su deseo de que luego se retirara a descansar. Cisneros, sin embargo, no llegó nunca a leer esta misiva. Su estado empeoró a principios de noviembre, a causa de unas almorranas malignas, que agotaron sus últimas energías. En la madrugada del 8 de noviembre de 1517 Cisneros falleció:
"... el cual fue muy excelente prelado y una de las más valerosas y bastantes personas que ha habido en nuestra España, y ansí lo mostró en la manera que tuvo en gobernar estos reynos, y en otros negocios y cosas grandes que se le ofrecieron". P. Mexía.
Desde Roa, el cadáver del cardenal fue trasladado a Alcalá de Henares, en cuya iglesia magistral yacen todavía en el sepulcro que para ellos labró Bartolomé Ordóñez.
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Dejemos por un momento al joven Carlos y volvámonos a contemplar el panorama que ofrecían aquellos reinos ante la atónita mirada de aquel muchacho en quien los azares de la fortuna habían concentrado la más fabulosa herencia que jamás tocó en suerte a monarca alguno.
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