18 may 2015

LAS GUERRAS DE ITALIA (y III)

El aislamiento de Carlos VIII era total, y así no le quedó más remedio que retirarse precipitadamente de Nápoles con parte de su ejército, dejando el resto en Italia. En su retirada se vio hostigado por las fuerzas de la liga. En Fornovo fue derrotado estrepitosamente y él mismo sólo pudo escapar después de abandonar su artillería y su impadimenta en manos del enemigo.
En Nápoles, el ejército español comenzó a actuar ocupando las ciudades que bordean el litoral del estrecho de Messina. Las tropas de Gonzalo Fernández de Córdoba, unidas a las de Ferrante II, avanzaron simultáneamente. La impaciencia del napolitano hizo que un choque abierto con el ejército francés, en Seminaria, estuviese a punto de acabar en un desastre. Era necesario adoptar una táctica adecuada para vencer a las lanzas francesas. Gonzalo animó a Ferrante a que marchara a Nápoles, desde donde sus súbditos habían comenzado a llamarle apenas conocida la creación de la Liga Santa. Los franceses, cuyas comunicaciones con el norte estaba cortadas, se vieron acosados por varios puntos, en Calabria, concretamente por el ejército español que, a mediados de 1496, logró la rendición de parte del ejército francés sitiado en Atella. Fue un éxito espectacular. En un mes escaso de operaciones Gonzalo Fernández de Córdoba había derrotado a un ejército, el francés, tenido por invencible. Los franceses sólo conservaron algunas plazas fuertes y un territorio dominado por los restos del ejército expedicionario de Carlos VIIII, mandados por Aubigny.
En esta época Gonzalo comenzó a ser llamado "el Gran Capitán" por los mercenarios que servían al lado de Ferrante II de Nápoles. Los españoles no inventaron aquel título. Al parecer, se asemeja más bien a los títulos franceses, como Gran Condestable, Gran Senescal, etc...
En octubre de 1496 muere Ferrante en la flor de su juventud. La nobleza del reino reconoció por el rey a su tío Fadrique o Federico III. Fernando el Católico se creía con más derecho de sucesión que Fadrique, pero prefirió esperar acontecimientos antes que precipitarlos. Entretanto, el Gran Capitán completaba la conquista del reino. Todas las plazas enemigas se rindieron. Gonzalo permitió a los vencidos trasladarse a Francia, incluso con su artillería, en naves españolas si era preciso. Fadrique, agradecido a Gonzalo, le concedió posesiones y títulos en su reino.
Todavía intervino Gonzalo, a petición del Papa, en la conquista del castillo de Ostia, donde un aventurero gascón, Menaldo Guerri, seguía resistiedo en nombre de Francia. La plaza fue tomada al asalto.
El ejército español victorioso desfiló por Roma a tambor batiente. El Papa los esperaba en la plaza de San Pedro. Gonzalo recibió del Papa la Rosa de Oro, galardón que los pontífices otorgaban cada año a la persona que más hubiera destacado en la defensa de la Iglesia. Gonzalo, caballerosamente, dejó atónitos a todos cuando, en contrapartida por su triunfo, sólo pidió al Papa que dejase en libertad a Menaldo Guerri y que eximiese de tributos durante diez años a los habitantes de Ostia.
Francia firmó la tregua de Lyon. La Liga Santa, conseguido su objetivo inmediato, se disolvió sin seguir adelante en sus propósitos. Cuando los diplomáticos preparaban una paz duradera entre España y Francia, Carlos VIII muere en Amboise, descalabrado al golpearse la cabeza contra el dintel de una puerta demasiado baja. Como carecía de heredero le sucedió el duque de Orleáns con el nombre de Luis XII. El nuevo rey tomó los títulos de rey de Francia, de Jerusalén y de Nápoles, así como el de duque de Milán. Sus aspiraciones no diferían sustancialmente de las de su predecesor. En tales circunstancias, las espadas tenían que seguir en alto.
Después de la retirada de Carlos VIII se produjo un viraje fundamental en la política pontificia. César Borja, hijo del Papa, renunció a su cardenalato en junio de 1497 para dedicarse plenamente a la vida política. Muerto su hermano el duque de Gandía, Juan, todo el cariño del Papa se volcó sobre César hasta tal punto que lo convirtió en el instrumento de su política de unificación y ampliación de los Estados Pontificios. Alejandro estrechó, desde ese momento sus relaciones con Francia. César fue nombrado por Luis XII duque de Valentois.
El rey de Francia, mucho más hábil que su antecesor, se ganó así la voluntad del Papa. Al mismo tiempo captó para su causa a los venecianos, tradicionales enemigos de Milán. Con España firmó el tratado de Marcoussis (5 de agosto de 1498), con el que se aseguró las espaldas. Inmediatamente penetró incontenible en Italia. Milán cayó en su poder. Nápoles, sólo frente a Francia, no tenía esperanzas. En estas circunstancias Fradrique cometió el tremendo error de pedir ayuda nada menos que a Bayaceto, el sultán de los turcos.

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