En Nápoles, la dinastía aragonesa tenía que luchar contra los partidarios de la dinastía de Anjou, empeñados en entregar el reino a la corona francesa. Evidentemente, la entrada de Francia en Nápoles sería más que suficiente para romper el equilibrio italiano, como se había previsto al trazar las normas fundamentales que habían de regir en la Liga Itálica. Pero el Papa, anteponiendo su interés a toda consideración global, amenazó a Ferrante con pedir ayuda a los franceses. Al mismo tiempo, pretenciosos señores feudales, que reinaban como príncipes sobre un campesinado miserable, se levantaron contra Ferrante en 1485 ("conjura de los barones"). Inocencio VIII también se alió con ellos. Mal lo hubiera pasado Ferrante sin la ayuda que en tales circunstancias le prestaron Milán, Florencia y su pariente aragonés. Gracias a ello pudo exterminar a los barones rebeldes, arrojar a la clandestinidad a la oposición anjevina y llegar a un acuerdo con el Papa. Según éste, Nápoles seguiría reconociéndose reino vasallo de la Santa Sede, comprometiéndose a enviarcada año a Roma un caballo blanco cargado con un tributo feudal de 7.000 escudos.
De todos modos, la dinastía bastarda aragonesa nada tenía que hacer ya en Nápoles. En realidad sólo sobrevivía a expensas del constante auxilio diplomático y militar de la rama principal de la dinastía. La convicción de que el Estado napolitano se desmoronaba se hizo general, y al mismo tiempo se generalizó la sensación de que al disgregarse haría saltar en pedazos el sistema de equilibrio que, mejor o peor, seguía manteniendo Italia.
Savonarola contaba en el último sermón de adviento de 1492 que Dios mismos había mostrado el futuro que esperaba a Italia en una visión con que le había favorecido la noche anterior:
"Vi en medio del cielo una mano con una espada; muchas voces claras y distintas prometían misericordia a los buenos, amenazaban con castigo a los malos y gritaban que la ira de Dios estaba próxima. De pronto, la espada se revolvió hacia la tierra; el aire estaba oscuro; llovían espadas, saetas y fuegos; oíanse truenos terribles; toda la tierra era presa de la guerra, del hambre y de la peste. La visión terminó con un mandato de que manifestara todo esto a mis oyentes"
¿Quién iba a ser el instrumento elegido por la providencia divina? ¿Quién el "Nuevo Ciro" que, según el fogoso fraile florentino, daría comienzo a la regeneración de Italia?
Se llamaba Carlos y hacía el número ocho entre los reyes de Franci que habían llevado este nombre. La posteridad lo conocería con el sobrenombre de "el Afable". Su padre, Luis XI, lo había dejado huérfano cuando era un niño. Su hermana Ana actuó como regente hasta que en 1492 cumplió la mayoría de edad y tomó en sus manos las riendas del reino galo. En la cabeza juvenil que coronaba su contrahecho cuerpo danzaban hermosos y espectaculares proyectos. Una inteligente preparación diplomática había abierto a Francia las puertas de Itali: Milán. Allí tenía de su parte a Ludovico Sforza (Ludovico el Moro), que aspiraba a arrebatar el ducado a su sobrino Juan Galeazzo, casado con una hija del rey de Nápoles, bajo cuya influencia entraría Milán antes o después. En Florencia se esperaba a Carlos como el salvador de Italia. En Nápoles, los partidarios de la dinastía anjevina clamaban por su advenimiento. Conseguida la sumisión de Italia, un proyecto sensacional se ofrecería a su espada: la Gran Cruzada contra los turcos, llevando en su corte al mismo Djem.
Carlos VIII se apresuró a liquidar todos los conflictos pendientes con cuantos vecinos podían dificultar su ambicioso plan, aun a costa de los intereses territoriales de Francia. Borgoña recibió el Artois y el Franco Condado en el Tratado de Senlís; el de Etaples le garantizó la neutralidad inglesa; la paz con los Reyes Católicos se aseguró mediante el Tratado de Barcelona de 19 de enero de 1493. Analicemos someramente este interesante tratado, en el que se distinguen 3 puntos fundamentales:
1. Los Reyes Católicos y Carlos VIII confirmaban la alianza que tradicionalmente había unido a castellanos y franceses desde mediados del siglo XIV. Para ambos contratantes, esta alianza se consideraba superior a cualquier otra, anterior o posterior, de modo que cada uno de ellos se comprometía a no concertar ninguna otra sin el consentimiento de su aliado.
2. Francia devolvía a Aragón los condados del Rosellón y la Cerdaña. Los Reyes Católicos se comprometían a respetar a los partidarios de Francia que prefiriesen continuar en el país, como si fuesen catalanes.
3. Finalmente, los Reyes Católicos se comprometían a no prestar ayuda a ningún enemigo de Francia. Para consolidar este compromiso suspendieron las alianzas matrimoniales firmadas o en curso de negociación con Inglaterra y la casa de Borgoña, hasta tanto no diese su consentimiento el Rey de Francia. Según se acostumbraba a hacer en los tratados medievales, se incluía una cláusula protocolaria: los Reyes Católicos prometían no ayudar a los enemigos de Francia, "salvo al Papa". Por lo demás no se hacía la menor alusión a la inminente expedición que Carlos proyectaba.
Esta inocua frase "salvo al Papa" sería precisamente el portillo que justificaría la futura intervención española en Italia. No sabemos si Fernando la hizo incluir intencionadamente para justificar su conducta posterior. Si no fue esta su intención, justo es alabar su honestidad política. Por el contrario, hay que rendirse ante su sagacidad en caso de que, intencionadamente, hubiera dejado abierta esta posibilidad de intervenir en caso de que Carlos VIII atacara Nápoles. Fernando podría así ayudar a Nápoles, pues esto equivalía a ayudar al Papa dado que Nápoles era un estado vasallo de la Santa Sede. La "protocolaria" cláusula adquiría, pues, una importancia especial.
De todos modos, la dinastía bastarda aragonesa nada tenía que hacer ya en Nápoles. En realidad sólo sobrevivía a expensas del constante auxilio diplomático y militar de la rama principal de la dinastía. La convicción de que el Estado napolitano se desmoronaba se hizo general, y al mismo tiempo se generalizó la sensación de que al disgregarse haría saltar en pedazos el sistema de equilibrio que, mejor o peor, seguía manteniendo Italia.
Savonarola contaba en el último sermón de adviento de 1492 que Dios mismos había mostrado el futuro que esperaba a Italia en una visión con que le había favorecido la noche anterior:
"Vi en medio del cielo una mano con una espada; muchas voces claras y distintas prometían misericordia a los buenos, amenazaban con castigo a los malos y gritaban que la ira de Dios estaba próxima. De pronto, la espada se revolvió hacia la tierra; el aire estaba oscuro; llovían espadas, saetas y fuegos; oíanse truenos terribles; toda la tierra era presa de la guerra, del hambre y de la peste. La visión terminó con un mandato de que manifestara todo esto a mis oyentes"
¿Quién iba a ser el instrumento elegido por la providencia divina? ¿Quién el "Nuevo Ciro" que, según el fogoso fraile florentino, daría comienzo a la regeneración de Italia?
Se llamaba Carlos y hacía el número ocho entre los reyes de Franci que habían llevado este nombre. La posteridad lo conocería con el sobrenombre de "el Afable". Su padre, Luis XI, lo había dejado huérfano cuando era un niño. Su hermana Ana actuó como regente hasta que en 1492 cumplió la mayoría de edad y tomó en sus manos las riendas del reino galo. En la cabeza juvenil que coronaba su contrahecho cuerpo danzaban hermosos y espectaculares proyectos. Una inteligente preparación diplomática había abierto a Francia las puertas de Itali: Milán. Allí tenía de su parte a Ludovico Sforza (Ludovico el Moro), que aspiraba a arrebatar el ducado a su sobrino Juan Galeazzo, casado con una hija del rey de Nápoles, bajo cuya influencia entraría Milán antes o después. En Florencia se esperaba a Carlos como el salvador de Italia. En Nápoles, los partidarios de la dinastía anjevina clamaban por su advenimiento. Conseguida la sumisión de Italia, un proyecto sensacional se ofrecería a su espada: la Gran Cruzada contra los turcos, llevando en su corte al mismo Djem.
Carlos VIII se apresuró a liquidar todos los conflictos pendientes con cuantos vecinos podían dificultar su ambicioso plan, aun a costa de los intereses territoriales de Francia. Borgoña recibió el Artois y el Franco Condado en el Tratado de Senlís; el de Etaples le garantizó la neutralidad inglesa; la paz con los Reyes Católicos se aseguró mediante el Tratado de Barcelona de 19 de enero de 1493. Analicemos someramente este interesante tratado, en el que se distinguen 3 puntos fundamentales:
1. Los Reyes Católicos y Carlos VIII confirmaban la alianza que tradicionalmente había unido a castellanos y franceses desde mediados del siglo XIV. Para ambos contratantes, esta alianza se consideraba superior a cualquier otra, anterior o posterior, de modo que cada uno de ellos se comprometía a no concertar ninguna otra sin el consentimiento de su aliado.
2. Francia devolvía a Aragón los condados del Rosellón y la Cerdaña. Los Reyes Católicos se comprometían a respetar a los partidarios de Francia que prefiriesen continuar en el país, como si fuesen catalanes.
3. Finalmente, los Reyes Católicos se comprometían a no prestar ayuda a ningún enemigo de Francia. Para consolidar este compromiso suspendieron las alianzas matrimoniales firmadas o en curso de negociación con Inglaterra y la casa de Borgoña, hasta tanto no diese su consentimiento el Rey de Francia. Según se acostumbraba a hacer en los tratados medievales, se incluía una cláusula protocolaria: los Reyes Católicos prometían no ayudar a los enemigos de Francia, "salvo al Papa". Por lo demás no se hacía la menor alusión a la inminente expedición que Carlos proyectaba.
Esta inocua frase "salvo al Papa" sería precisamente el portillo que justificaría la futura intervención española en Italia. No sabemos si Fernando la hizo incluir intencionadamente para justificar su conducta posterior. Si no fue esta su intención, justo es alabar su honestidad política. Por el contrario, hay que rendirse ante su sagacidad en caso de que, intencionadamente, hubiera dejado abierta esta posibilidad de intervenir en caso de que Carlos VIII atacara Nápoles. Fernando podría así ayudar a Nápoles, pues esto equivalía a ayudar al Papa dado que Nápoles era un estado vasallo de la Santa Sede. La "protocolaria" cláusula adquiría, pues, una importancia especial.
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