Hacía mucho tiempo que la mirada del rey de Aragón, siendo aún príncipe, estaba puesta en Sicilia. Semejante interés estaba unido a la gran rivalidad que había entre él y Carlos de Anjou. Todo había surgido cuando el complaciente Jaime I permitió que el hermano del rey de Francia extendiese su señorío sobre el mediodía francés, en tierras que habían pertenecido a la dinastía catalana. Los intereses de ésta fueron entonces defendidos por los hijos del Conquistador, especialmente por Pedro, que frente a las negociaciones de su padre, que condujeron al Tratado de Corbeil, propugnaban la intervención armada. Tanto el Languedoc como la Provenza quedaron para Carlos de Anjou. Desde entonces la identidad de intereses que ambos príncipes defendían en nombre de Cataluña y de Francia respectivamente los lanzó a una carrera en la misma dirección: la expansión mediterránea, cuyas últimas gestas llenan un tercio del siglo XIII y se prolongan en los reinados posteriores durante el resto de la Edad Media y parte de la Moderna. Para el planteamiento de esa lucha fue decisivo el matrimonio de Pedro con Constanza, hija de Manfredo de Sicilia, último vástago varón de los Staufen sobre quien recaían los derechos sobre la isla. El matrimonio, realizado en 1262, había estado a punto de hacer surgir ya un conflicto, pues Carlos de Anjou se alarmó con razón. Mas Jaime I le había tranquilizado prometiéndole no auxiliar a Manfredo ni a los provenzales que se habían rebelado contra el francés. A duras penas el viejo rey aragonés podía contener los ímpetus de su heredero, mucho más sensible a los intereses de Cataluña en el Mediterráneo. Estos intereses, centrados en la actividad mercantil de Barcelona, tienen un largo proceso de desarrollo, iniciado en el siglo anterior, pero que alcanza ahora su madurez, reflejada en el amplio desarrollo institucional del municipio barcelonés, síntoma claro de la vida pletórica de la urbe, y en la necesidad de abrirse más mercados en el exterior. Gran parte de la política de Jaime I había estado encaminada a ese fin. La conquista de Mallorca, vieja aspiración catalana, había preservado a su comercio deun obstáculo serio para la navegación y, al mismo tiempo, la convertía en una recalada fácil para el mismo. Luego dio posiciones, a fin de fomentar los embarques de naves catalanas. Después entabó relaciones diplomáticas de lo más amistosas con los monarcas sarracenos de Marruecos, Túnez y Tlemcen a fin de intensificar el comercio con esas zonas. También estableció tratados con genoveses y pisanos antes de que estalara la gran rivalidad con estas repúblicas mercantiles. La organización de Consulados del Mar completaba esta serie de medidas protectoras del comercio catalán.
Ahora, el esfuerzo tendía a perfeccionarse con una acción política que asentase la autoridad de los monarcas aragoneses en puntos claves del Mediterráneo, hasta alcanzar su extremo oriental. Fue un vasto plan que anidó en la mente de los reyes, desde Pedro III a Fernando el Católico. Por el momento, aunque ya habían intentado adquirir derechos sobre Cerdeña, el objetivo era Sicilia. Pedro III reparó su empresa con el mayor cuidado. Aseguró la alianza de Castilla y Portugal, cuyo rey, don Dionís, casó con la hija mayor de Pedro, Isabel de Aragón, conocida como Santa Isabel. También estrechó los lazos con Inglaterra mediante el matrimonio del heredero de Aragón, Alfonso, con la princesa Leonor, celebrado por poderes en Huesca en 1282. Una vez asegurada la paz de sus propios reinos, Pedro inició los preparativos de la invasión de Sicilia sin descuidar el menor detalle. Condición indispensable para el éxito de una expedición que tantas desconfianzas y enemigos iba a despertar, era llevarla en el más riguroso secreto. Desafiando las costumbres que los reyes tenían de consultar sus empresas más importantes con sus súbditos, Pedro III la ocultó celosamente. Fue una ventaja indudable, pero que le iba a reportar serios disgustos.
Mientras los astilleros de Barcelona empezaban a trabajar febrilmente, una flota catalana, mandada por el italiano Conrado Lanza, se dedicó a recorrer la costa tunecina. Desde antiguo los reyes de Aragón tenían buenas relaciones con los sultanes de Túnez, quienes les reconocían subordinación. Pedro III quiso hacerla más efectiva, para lo cual ordenó a su flota que apoyara sucesivamente a varios miembros de la dinastía reinante que aspiraban al sultanato. En el fondo, todo ese esfuerzo estaba encaminado a conseguir una base de apoyo en la costa norteafricana próxima al sur de Italia. La expedición a Sicilia se planeaba también contando con la colaboración de otros factores. En Nápoles y Sicilia, el gobierno de Carlos de Anjou era cada día peor decibido a causa de sus excesos, lo que aumentaba el número de enemigos y, a la vez, el delos que veían en el impetuoso monarca aragonés al libertador y al heredero legítimo de la casa de Surabia. Roger de Lauria, Conrado Lanza, Juan de Prócida y otros serán nombres que sonarán en lo sucesivo unidos a la historia de la Corona de Aragón. Tampoco el papa Nicolás III estaba muy de acuerdo con el gobierno argevino, cuyo crecimiento le había llegado a alarmar. Por otro lado, el emperador bizantino, Miguel Paleólogo, si no prestó ayuda efectiva al aragonés, como se venía creyendo, al menos garantizaba una relación amistosa del lado oriental del Mediterráneo.
Ahora, el esfuerzo tendía a perfeccionarse con una acción política que asentase la autoridad de los monarcas aragoneses en puntos claves del Mediterráneo, hasta alcanzar su extremo oriental. Fue un vasto plan que anidó en la mente de los reyes, desde Pedro III a Fernando el Católico. Por el momento, aunque ya habían intentado adquirir derechos sobre Cerdeña, el objetivo era Sicilia. Pedro III reparó su empresa con el mayor cuidado. Aseguró la alianza de Castilla y Portugal, cuyo rey, don Dionís, casó con la hija mayor de Pedro, Isabel de Aragón, conocida como Santa Isabel. También estrechó los lazos con Inglaterra mediante el matrimonio del heredero de Aragón, Alfonso, con la princesa Leonor, celebrado por poderes en Huesca en 1282. Una vez asegurada la paz de sus propios reinos, Pedro inició los preparativos de la invasión de Sicilia sin descuidar el menor detalle. Condición indispensable para el éxito de una expedición que tantas desconfianzas y enemigos iba a despertar, era llevarla en el más riguroso secreto. Desafiando las costumbres que los reyes tenían de consultar sus empresas más importantes con sus súbditos, Pedro III la ocultó celosamente. Fue una ventaja indudable, pero que le iba a reportar serios disgustos.
Mientras los astilleros de Barcelona empezaban a trabajar febrilmente, una flota catalana, mandada por el italiano Conrado Lanza, se dedicó a recorrer la costa tunecina. Desde antiguo los reyes de Aragón tenían buenas relaciones con los sultanes de Túnez, quienes les reconocían subordinación. Pedro III quiso hacerla más efectiva, para lo cual ordenó a su flota que apoyara sucesivamente a varios miembros de la dinastía reinante que aspiraban al sultanato. En el fondo, todo ese esfuerzo estaba encaminado a conseguir una base de apoyo en la costa norteafricana próxima al sur de Italia. La expedición a Sicilia se planeaba también contando con la colaboración de otros factores. En Nápoles y Sicilia, el gobierno de Carlos de Anjou era cada día peor decibido a causa de sus excesos, lo que aumentaba el número de enemigos y, a la vez, el delos que veían en el impetuoso monarca aragonés al libertador y al heredero legítimo de la casa de Surabia. Roger de Lauria, Conrado Lanza, Juan de Prócida y otros serán nombres que sonarán en lo sucesivo unidos a la historia de la Corona de Aragón. Tampoco el papa Nicolás III estaba muy de acuerdo con el gobierno argevino, cuyo crecimiento le había llegado a alarmar. Por otro lado, el emperador bizantino, Miguel Paleólogo, si no prestó ayuda efectiva al aragonés, como se venía creyendo, al menos garantizaba una relación amistosa del lado oriental del Mediterráneo.
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