Desde que el emperador Carlos I abdicó la corona de España y se retiró al monasterio de Yuste, comenzó a reinar en España y su imperio su primogénito Felipe II, apellidado "el Prudente" (1556-1598).
Felipe II nació en Valladolid el año 1527 y pasó su niñez junto a su madre, la emperatriz Isabel, quien cuidó con esmero de su educación.
El príncipe era de carácter grave y taciturno, serio y reservado, a pesar de su juventud, pero también gustaba de montar a caballo y de asistir a fiestas. Y sus contemporáneos alababan su elegancia en el vestir.
En los ratos de ocio que le dejaban los asuntos de Estado, se solazaba tañendo la vihuela y componiendo versos, de los cuales se conservan algunos, como los que empiezan con la siguiente quintilla:
Lo que se debe entender,
Fortuna, de tu caudal,
es que siendo temporal,
no puedes satisfacer
el alma, que es inmortal.
Felipe II era también muy aficionado a jugar al ajedrez, ejercitándose con el famoso ajedrecista Ruy López de Segura, cura de Zafra y autor de un celebrado libro acerca de dicho juego, en el que se defiende un planteo conocido en todo el mundo con el nombre de "el Ruy López" o "salida española".
Sin embargo, los enemigos de España lo presentan como un hombre cruel y sin entrañas, cuando en realidad Felipe II, aunque severo, era una persona de gran corazón que amaba tiernamente a sus hijos. El sentimiento que le produjo la muerte de Isabel de Valois, su tercera esposa, le hizo vestir de negro la mayor parte de su vida.
Comprendiendo las graves cargas de su oficio real, Felipe II pasaba largas horas resolviendo por sí mismo los asuntos del Imperio. El rasgo más sobresaliente de su carácter fue su amor a la justicia, que aplicaba por igual a poderosos y humildes. Fue, en el siglo de las herejías y las luchas religiosas, el gran defensor de la Iglesia Católica en el mundo.
Cabe destacar que el Imperio español fue en aquel momento el más grande que ha conocido la Historia de la humanidad. Era veinte veces mayor que el Imperio romano en tiempos de Trajano, y comprendía veintidós coronas.
Felipe II llegó a poseer en Europa los Estados de España, Portugal, Países Bajos y gran parte de Italia. En África, los reinos de Túnez y Orán, las islas Canarias, las del golfo de Guinea y las colonias portuguesas. En América, casi todo su territorio continental y la mayor parte de las islas adyacentes. En Asia, el vasto imperio colonial formado por la nación lusitana y finalmente, en Oceanía, varios archipiélagos, entre ellos el filipino, de quien recibió el nombre.
De esta forma, debido a la inmensurable extensión de sus dominios, Felipe II era el monarca más poderoso de la Tierra, y por eso decía con orgullo "En mis Estados no se pone nunca el sol."
No es de extrañar, pues, que Felipe II soñara con la monarquía universal que le brindaba el célebre Campanella, fraile calabrés que escribió un libro titulado "De monarchía hispánica", encaminado a demostrar que el rey de España era el destinado por Dios para hacer triunfar la religión de Cristo por toda la redondez de la Tierra.
El mundo parecía estrecho para los españoles y por eso en ciertas medallas de la época se representó su poderío el emblema de un caballo alado con la inscripción "Non sufficit orbis".
Por ello también, un gran poeta, apostrofando a España, escribió:
No has tenido más verdugo
que el peso de tu corona.
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