Tan pronto como cesó el estruendo de las armas, fueron borrándose las huellas del carácter aventurero que ofrecía la conquista de América, llevada a cabo en un siglo brillante y duro con acero toledano.
Los reyes de España consideraron desde el primer momento los territorios españoles de las Indias occidentales, no como colonia, sino como Estados integrantes del Imperio español, y a sus nuevos súbditos, los indios, con los mismos derechos que el resto de los vasallos y más necesitados que los demás de su protección, por su cultura inferior e ignorancia de la "verdadera religión".
De estos hechos -y del incumplimiento por parte de los virreyes de las normas protectoras y preventivas que salvaguardaban los presuntos derechos indígenas- podemos claramente deducir las características generales de la colonización española: la buena intención de proteger y salvaguardar el sustrato indígena, procurando su cristianización, y la fusión de razas.
A ello tendían, sin solución de continuidad, las disposiciones de los monarcas y sus recomendaciones a los gobernadores y virreyes del Imperio americano, siendo las Leyes de Indias la gran prueba de las buenas intenciones sobre la acción española en América, con la que no puede parangonarse la historia colonial de ningún otro imperio, si bien no se cumplieron ni mucho menos.
Merced a dichas leyes, eso sí, toda la América española se cubrió de universidades y centros de enseñanza, que difundieron la cultura por aquellos pueblos y que determinó en algunos centros, como México y Perú, un gran florecimiento literario, del que son dignos representantes el inca Garcilaso, el padre Ojeda o Sor Juana Inés de la Cruz, así como el dramaturgo Juan Ruíz de Alarcón.
Merece destacarse el hecho de que en la conquista de América tomaron parte también mujeres, entre ellas María Estrada, que peleó en la batalla de Otumba, o Beatriz de Palacios, que participó en la Noche Triste. Algunas desempeñaron cargos públicos, como doña Beatriz de la Cueva, que gobernó Guatemala por elección del Cabildo; doña Juana de Zárate y doña Catalina Montejo, que fueron nombradas por Carlos V, Adelantados de Chile y del Yucatán respectivamente.
Asimismo hubo una mujer que ejerció el cargo de almirante. Hablamos de doña Isabel Barreto, que acompañó a su marido, el navegante Mendaña, en todos sus viajes, y los continuó después de su muerte, conduciendo por orden del gobierno español una escuadra a Filipinas.
Las consecuencias del descubrimiento de América han llegado a todos los pueblos y a todas las esferas de la vida: puso en comunicación tierras y gentes separadas y llevó a ellas el Evangelio y la lengua española. La astronomía mejoró sus catálogos de estrellas con las del hemisferio austral; la geografía duplicó sus mapas; y la medicina se enriqueció con la quina y otras sustancias salutíferas.
En cuanto a la agricultura, aumentó sus cultivos con la patata, el café, el azúcar, el tabaco, el maíz, el cacao, la zarzaparrilla y otros productos que han ejercido gran influencia en la nutrición europea desde entonces. Justo es reconocer que el azúcar y el café no son plantas originarias del Nuevo continente, pero bien puede admitirse que el trasplante de su cultivo a América incrementó sensiblemente la producción y, por ende, su accesibilidad al consumo.
Por lo que respecta a España, es innegable que la conquista de América, determinando una continua y poderosa corriente migratoria, contribuyó a la despoblación de la Península y el decaimiento de la agricultura y demás fuentes de riqueza nacional. En el orden político desvió el rumbo hispano del norte de África, cual parecía ser su siguiente objetivo tras la toma de Granada según rezaba el testamento de Isabel la Católica y la mano del cardenal Cisneros.
Merced a dichas leyes, eso sí, toda la América española se cubrió de universidades y centros de enseñanza, que difundieron la cultura por aquellos pueblos y que determinó en algunos centros, como México y Perú, un gran florecimiento literario, del que son dignos representantes el inca Garcilaso, el padre Ojeda o Sor Juana Inés de la Cruz, así como el dramaturgo Juan Ruíz de Alarcón.
Merece destacarse el hecho de que en la conquista de América tomaron parte también mujeres, entre ellas María Estrada, que peleó en la batalla de Otumba, o Beatriz de Palacios, que participó en la Noche Triste. Algunas desempeñaron cargos públicos, como doña Beatriz de la Cueva, que gobernó Guatemala por elección del Cabildo; doña Juana de Zárate y doña Catalina Montejo, que fueron nombradas por Carlos V, Adelantados de Chile y del Yucatán respectivamente.
Asimismo hubo una mujer que ejerció el cargo de almirante. Hablamos de doña Isabel Barreto, que acompañó a su marido, el navegante Mendaña, en todos sus viajes, y los continuó después de su muerte, conduciendo por orden del gobierno español una escuadra a Filipinas.
Las consecuencias del descubrimiento de América han llegado a todos los pueblos y a todas las esferas de la vida: puso en comunicación tierras y gentes separadas y llevó a ellas el Evangelio y la lengua española. La astronomía mejoró sus catálogos de estrellas con las del hemisferio austral; la geografía duplicó sus mapas; y la medicina se enriqueció con la quina y otras sustancias salutíferas.
En cuanto a la agricultura, aumentó sus cultivos con la patata, el café, el azúcar, el tabaco, el maíz, el cacao, la zarzaparrilla y otros productos que han ejercido gran influencia en la nutrición europea desde entonces. Justo es reconocer que el azúcar y el café no son plantas originarias del Nuevo continente, pero bien puede admitirse que el trasplante de su cultivo a América incrementó sensiblemente la producción y, por ende, su accesibilidad al consumo.
Por lo que respecta a España, es innegable que la conquista de América, determinando una continua y poderosa corriente migratoria, contribuyó a la despoblación de la Península y el decaimiento de la agricultura y demás fuentes de riqueza nacional. En el orden político desvió el rumbo hispano del norte de África, cual parecía ser su siguiente objetivo tras la toma de Granada según rezaba el testamento de Isabel la Católica y la mano del cardenal Cisneros.
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