El arte ibérico, como toda su cultura, hunde sus raíces en la civilización tartésica, a la que pudieron llegar incorporados algunos aportes de las culturas preshistóricas del mediodía español (por ejemplo la tradición en torno a la veneración de una diosa que hace su epifanía artística en formas anicónicas con el añadido de grandes ojos-soles).
En el sustrato más viejo de Tartessos se desarrolló un arte de gusto geométrico, expresado en sus primorosas cerámicas y, sobre todo, en las estelas de guerreros. Su sobrio y personal estilo se sumergió y despareció bajo la poderosa oleada del arte orientalizante, llegado como un torrente en el vertiginoso vehículo de intercambios que pusieron en marcha los fenicios. Desde entonces se consolidan las relaciones entre Iberia y el conjunto de las poderosas culturas mediterráneas que mediatizaron los procesos de evolución artística de nuestras culturas.
A menudo se ha discutido sobre el autoctonismo o el aloctonismo del arte iberico, discusión un poco estéril o enredada en un falso problemas, porque será consustancial a la cultura ibérica la relación, en buena medida de dependencia, de las poderosas culturas que, con mayor peso, enarbolaron sucesivamente la vanguardia cultural, económica y artística en el Mediterráneo. Los fenicios -con su capacidad de absorción y su proverbial eclecticismo, en el cóctel de cuya producción artística sobresale el sabor de lo egipcio-, los griegos, los púnicos y, en último término, los romanos, bañaron con sus influjos el arte ibérico, no entendible si no es con estos referentes externos, en los que a su vez se incorporan otras tendencias delas culturas que asoman al Mediterráneo (egipcia, hitita, asiria, etrusca...), en el juego de corrientes entrecruzadas que caracteriza la ebullición de la vida urbana en el inmenso y familiar lago en que se convirtió el Mar Interior.
No quiere esto decir que el arte ibérico carezca de personalidad propia. Puede afirmarse que la tiene, para lo que bastaría, con independencia de las argumentaciones pertinentes, pararse ante algunas de sus creaciones principales, como las ilustres damas de Elche, de Baza o del Cerro de los Santos, o las espléndidas esculturas de Porcuna, y tener la certeza de que son inconfundibles con las producciones que caracterizan a cualquiera de los otros artes cercanos, contemporáneos o determinantes del ibérico. El mimetismo o la dependencia de modelos externos puede acusarse más en determinadas piezas, como la esfinge de Agost, pongamos por caso, que repite fielmente un prototipo característico del arte arcaico maduro en Grecia. Pero lo mismo ocurre en las principales culturas artísticas del Mediterráneo, receptora de influencias artísticas diversas, pero forjadoras de un arte propio, adaptado a sus necesidades, expresivo de la propia idiosincrasia.
La personalidad del arte ibérico podría ponerse en cuestión en la misma medida que el fenicio, el etrusco o e romano, lo que parece absurdo. Pero tampoco es cuestión de negar para él, como para los acabados de mencionar, débitos con el exterior, ni parece necesario reivindicar la necesidad de entenderlo fundamentalmente desde dentro. Así habrá que hacerlo, pero no sólo desde dentro, sino valorando en su eclecticismo indiscutible las aportaciones externas que son, para muchas cosas, determinantes de su configuración y de su significado.
Pero volvamos al proceso de formación del arte ibérico y a los elementos que lo configuraron. En la época orientalizante, en el marco de la poderosa koiné cultural de entonces, se dieron pasos decisivos hacia la consolidación de la cultura artística de los íberos. Será uno de los fenómenos que la investigación de los próximos años deberá aclarar en sus definitivas implicaciones. Porque ya se tiene la certeza de que la llegada de la corriente orientalizante produjo una verdadera revolución en el ámbito delas llamadas artes menores -la toréutica, la orfebrería, la eboraria, la alfarería y otras-, pero ya es tiempo de empezar a preguntarse con el rigor debido por las consecuencias que pudo tener en la artes mayores, sobre todo en la escultura.
Sobre las primeras, apenas merece la pena subrayar, por conocido, la proyección del arte orientalizante en la producción de magníficas piezas de bronce, desde recipientes para las ceremonias sagradas o funerarias, a quemaperfumes, apliques para el ornato de muebles o carros rituales... Los marfiles labrados o grabados constituyen una muestra tanto o más significativa, si cabe de la demanda de objetos exóticos, del gusto por complementos refinados y caros de quienes estaban encaramados en los lugares más altos de la jerarquía social. Pero quizá sean los productos de la orfebrería los que más se ambicionaban como expresión del poder, en una sociedad en que se acusaba aceleradamente el proceso de jerarquización y, con él, la necesidad de conseguir signos externos de privilegio; el oro, por su prestigio como objeto de tesaurización y por sus cualidades, se convirtió en manos de los artesanos orientalizantes en soporte de arte refinadísimo y cargado de simbolismo. El tesoro de Aliseda (Cáceres) es, en la Espaa antigua, su mejor paradigma.
Pero esta oleada orientalizante, movida fundamentalmente por la acción fenicia, se tiene por agitada casi exclusivamente e el mar de las artes menores, y en fechas que ocupan, fundamentalmente, el siglo VII y parte del VI a.C. Suele considerarse que sólo en una fase posterior tendrán ocasión de florecer las artes mayores, que si guardan algo del sabor orientalizante es consecuencia del tradicionalismo, del gusto por fórmulas arcaicas o arcaizantes, y posible resultado del traslado de modelos menores, disponibles en marfiles u otros soportes de fácil movilidad (telas, cerámicas...), a creaciones de mayor escala.
Esta explicación o resulta del todo satisfactoria, entre otras cosas porque no resuelve importantes problemas técnicos, ni se ajusta a tendencias generales en la evolución de los estilos predominantes en cada época, para justificar lo cual no basta el recurso constante a tendencias tradicionalistas o inmovilistas, aunque las haya y sea preciso tenerlas en consideración cuando venga al caso. Por ello, pese a que suponga adelantar hipótesis o puntos de partida que habrá que madurar en estudios más sosegados, quizá sea oportuno llamar la atención sobre fenómenos que pueden dar a las manifestaciones propias del primer arte ibérico una explicación más convincente.
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No quiere esto decir que el arte ibérico carezca de personalidad propia. Puede afirmarse que la tiene, para lo que bastaría, con independencia de las argumentaciones pertinentes, pararse ante algunas de sus creaciones principales, como las ilustres damas de Elche, de Baza o del Cerro de los Santos, o las espléndidas esculturas de Porcuna, y tener la certeza de que son inconfundibles con las producciones que caracterizan a cualquiera de los otros artes cercanos, contemporáneos o determinantes del ibérico. El mimetismo o la dependencia de modelos externos puede acusarse más en determinadas piezas, como la esfinge de Agost, pongamos por caso, que repite fielmente un prototipo característico del arte arcaico maduro en Grecia. Pero lo mismo ocurre en las principales culturas artísticas del Mediterráneo, receptora de influencias artísticas diversas, pero forjadoras de un arte propio, adaptado a sus necesidades, expresivo de la propia idiosincrasia.
La personalidad del arte ibérico podría ponerse en cuestión en la misma medida que el fenicio, el etrusco o e romano, lo que parece absurdo. Pero tampoco es cuestión de negar para él, como para los acabados de mencionar, débitos con el exterior, ni parece necesario reivindicar la necesidad de entenderlo fundamentalmente desde dentro. Así habrá que hacerlo, pero no sólo desde dentro, sino valorando en su eclecticismo indiscutible las aportaciones externas que son, para muchas cosas, determinantes de su configuración y de su significado.
Pero volvamos al proceso de formación del arte ibérico y a los elementos que lo configuraron. En la época orientalizante, en el marco de la poderosa koiné cultural de entonces, se dieron pasos decisivos hacia la consolidación de la cultura artística de los íberos. Será uno de los fenómenos que la investigación de los próximos años deberá aclarar en sus definitivas implicaciones. Porque ya se tiene la certeza de que la llegada de la corriente orientalizante produjo una verdadera revolución en el ámbito delas llamadas artes menores -la toréutica, la orfebrería, la eboraria, la alfarería y otras-, pero ya es tiempo de empezar a preguntarse con el rigor debido por las consecuencias que pudo tener en la artes mayores, sobre todo en la escultura.
Sobre las primeras, apenas merece la pena subrayar, por conocido, la proyección del arte orientalizante en la producción de magníficas piezas de bronce, desde recipientes para las ceremonias sagradas o funerarias, a quemaperfumes, apliques para el ornato de muebles o carros rituales... Los marfiles labrados o grabados constituyen una muestra tanto o más significativa, si cabe de la demanda de objetos exóticos, del gusto por complementos refinados y caros de quienes estaban encaramados en los lugares más altos de la jerarquía social. Pero quizá sean los productos de la orfebrería los que más se ambicionaban como expresión del poder, en una sociedad en que se acusaba aceleradamente el proceso de jerarquización y, con él, la necesidad de conseguir signos externos de privilegio; el oro, por su prestigio como objeto de tesaurización y por sus cualidades, se convirtió en manos de los artesanos orientalizantes en soporte de arte refinadísimo y cargado de simbolismo. El tesoro de Aliseda (Cáceres) es, en la Espaa antigua, su mejor paradigma.
Pero esta oleada orientalizante, movida fundamentalmente por la acción fenicia, se tiene por agitada casi exclusivamente e el mar de las artes menores, y en fechas que ocupan, fundamentalmente, el siglo VII y parte del VI a.C. Suele considerarse que sólo en una fase posterior tendrán ocasión de florecer las artes mayores, que si guardan algo del sabor orientalizante es consecuencia del tradicionalismo, del gusto por fórmulas arcaicas o arcaizantes, y posible resultado del traslado de modelos menores, disponibles en marfiles u otros soportes de fácil movilidad (telas, cerámicas...), a creaciones de mayor escala.
Esta explicación o resulta del todo satisfactoria, entre otras cosas porque no resuelve importantes problemas técnicos, ni se ajusta a tendencias generales en la evolución de los estilos predominantes en cada época, para justificar lo cual no basta el recurso constante a tendencias tradicionalistas o inmovilistas, aunque las haya y sea preciso tenerlas en consideración cuando venga al caso. Por ello, pese a que suponga adelantar hipótesis o puntos de partida que habrá que madurar en estudios más sosegados, quizá sea oportuno llamar la atención sobre fenómenos que pueden dar a las manifestaciones propias del primer arte ibérico una explicación más convincente.
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