Estas revoluciones se fraguaban en las ciudades y eran motivada por la miseria de las masas urbanas, el encarecimiento de la vida, la subida del precio del trigo, sobre todo en los meses anteriores a la recolección (la carestía del pan era culpa de los aristócratas, que especulaban con el sudor del pueblo), los consumos e impuestos indirectos agudizando su pobreza, el paro, las conjuras carlistas, la traición gubernamental, etc. Ante estos motivos, más que sobrados, el pueblo se levantaba y cometía sus excesos. Los representantes del pueblo, después de justificarlos, los dominaban; a continuación venía el control del poder por medio de un gobierno que representaba la revolución.
Este mecanismo revolucionario tiene muchos puntos parejos con la Revolución Francesa. El temor a que la revolución fuera traicionada les obligaba a adoptar una reacción defensiva; los camareros, buhoneros, pequeños comerciantes y personajes de barrios obreros se sentían los jacobinos salvadores de la revolución y se veían jugando el papel de parodias sangrientas de Robespierre. Aterrorizaban a los partidarios de una Constitución conservadora matando a los prisioneros, quemando conventos, arrestando a sacerdotes sospechosos, predicando la guerra revolucionaria contra los carlistas, etc...
El mal momento para estos hacedores de la revolución venía cuando se imponía el gobierno progresista, el cual, ante las necesidades de un orden, se veía obligado a disolver, e incluso purgar, a los revolucionarios de las provincias. Un gobierno que había llegado al poder por la revolución y luego frenaba a los entusiastas, caminaba derecho a la escisión de las masas y de los dirigentes. Éste era uno de los puntos débiles del partido progresista, carente, por el momento, de una homogeneidad social y de una clase con intereses comunes, que tendía a suplir con una mística y un entusiasmo ideológico.
No podemos perder de vista, a través de lo dicho, una fuerza popular empujando cada día con más fuerza y un anticlericalismo en progresión, jugando su baza en el desarrollo de la revolución burguesa.
El anticlericalismo, apuntado ya en 1820, toma forma en la legislación restrictiva de las órdenes religiosas. Ya durante el ministerio de Martínez de la Rosa, el cólera había invadido Madrid. La ciudadanía, que atribuyó la epidemia al envenenamiento de las aguas potables por los frailes, había asaltado (17-18 de julio de 1834) el colegio de los jesuitas de la calle de Toledo. La presión revolucionaria obliga al ministerio de Toreno (1835) a la extinción de la Compañía de Jesús y a la supresión de conventos y monasterios que no tuviesen doce individuos profesos. Tal medida afectó a 900 establecimientos religiosos. De paso, se hizo imposible la concordia con la Santa Sede, y el nuncio Amat salía de España. Al año siguiente, Mendizábal, cediendo a los reclamos de las juntas revolucionarias, suprimía totalmente las órdenes monásticas, secularizando el clero regular. Otra medida anticlerical era privar a la Iglesia del monopolio de la enseñanza primaria y liberalizar a la Universidad del oscurantismo religioso. Posteriormente analizaremos otra medida, si cabe, mucho más dura, pues atacaba el poder económico de la Iglesia con la desamortización. La secularización asestaría a la Iglesia un golpe tremendo. Sólo en Madrid desaparecieron 49 iglesias y monasterios. En un afán interpretativo, habrá quien dirá que este anticlericalismo de los liberales progresistas es no sólo doctrinario, recibido de la Revolución Francesa, sino la natural respuesta a la actitud integrista de la Iglesia y a su violenta agresividad durante la primera mitad del siglo. Los liberales de aquella etapa revolucionaria vieron en la Iglesia, y no sin razón, el enemigo número uno del progreso, la encarnación de la España "negra", del oscurantismo y de la reacción más intransigente.
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