La mayor parte de los nobles que se sentían agraviados y víctimas de la política seguida por los Reyes Católicos acudían en desbandada a Felipe. Pero no era este resentimiento el único motivo del acercamiento mutuo entre El Hermoso y los nobles castellanos. Muchos otros intereses había, además, de por medio. El trato privilegiado que los Reyes Católicos dieron a la Mesta incrementó los ingresos que los nobles obtenían de la venta de lanas a Flandes. En consecuencia, los flamencos pudieron desarrollar su ya floreciente industria textil. Nada podía favorecer más el auge de las economías complementarias con Flandes y Castilla que el estrechamiento de las relaciones con Felipe el Hermoso por parte de los grandes ganaderos castellanos. Por otra parte, el esplendor de la Mesta redujo el volumen de la producción agrícola hasta el punto de que ya en 1502 el hambre se cernió pavorosamente sobre el país. A esto se le unieron como concausas la despoblación consiguiente a la expulsión de las minorías religiosas disidentes y las inevitables catástrofes naturales. La escasez de trigo hizo que su precio se disparase, de modo que los reyes (1503) tuvieron que fijar el precio máximo de la fanega de trigo en cien maravedís. Pero los acaparadores se dieron maña para burlar todas las disposiciones y venderlo a precios más altos. En 1504 los precios habían subido hasta 500-600 maravedís por fanega. Semejante deterioro del valor adquisitivo de la moneda favorecía a los vasallos obligados a pagar a la nobleza señorial una renta fija, pero los nobles respondieron con una presión cada vez mayor sobre sus vasallos para resarcirse de las pérdidas con un aumento proporcional a las rentas. Fernando no habría consentido a los nobles un abuso semejante, por lo cual la gente de a pie le apoyaba; mas Felipe estaba dispuesto a conceder a los nobles cuanto pidiesen a cambio de su ayuda.
En la oposición de los partidos mencionados no sólo se enfrentaban dos ideales políticos. Era también un conflicto de signo social y económico, y es triste pensar que cada uno de los dos partidos montó su respectiva ofensiva sobre una dolorosa realidad humana: el estado mental de Juana.
¿Qué se sabe de cierto sobre la locura de la desgraciada reina? Está fuera de duda la anormalidad psíquica de Juana. Su abuela, la madre de Isabel la Católica, también había sido una enferma mental. Ya antes de su locura era una personalidad cargada de rasgos psicopáticos que se intensificaron en el momento del puerperio, abocándola a una psicosis depresiva que terminó en demencia durante su estancia en Arévalo. Por su parte, doña Juana padecía una esquizofrenia que se reveló antes de casarse por múltiples trastornos de índole afectiva; se hizo más manifiesta después del matrimonio por un delirio de celos; se complicó con ideas paranoides cuando sus padres intentaron retenerla en Castilla y acabó con su encierro en Tordesillas con una triste fase de catatonia y negativismo. La "locura de amor" que se le atribuye vulgarmente a Juana no sería, pues, más que la definición romántica de una de las fases que atravesó su mal. Por otra parte, no hay suficientes pruebas para creer que su locura no fuese más que un invento de sus padres para evitar que reinase en Castilla una mujer que se hizo sospechosa de herejía, a raíz de la crisis religiosa que experimentó al ir a vivir a Flandes. Sin entrar en discutir si los Reyes Católicos tuvieron o no semejantes intenciones, el hecho es que Juana no estaba habitualmente en condiciones de asumir la responsabilidad que la corona había puesto sobre su débil cabeza.
Felipe, que en otros tiempos había esgrimido la locura de Juana como pretexto para recluirla y desembarazarse de ella, ahora se erigió en propagandista de su cordura. Si la reina estaba sana, no había razón para que Fernando se empeñara en gobernar Castilla. El rey Católico debería, pues, retirarse a sus reinos y dejar sitio libre a su hija; en realidad, a Felipe y a sus consejeros. Fernando, con astucia, trazó un plan mucho más hábil: para atraerse a los que creían en la locura de Juana, le bastaba con dar publicidad a los testimonios que la certificaban. Para convencer a los que la imaginaban cuerda, encargó a su agente Lope de Conchillos que obtuviera de Juana una carta en la que confirmara a su padre como gobernador de Castilla. Y así ocurrió. Juana escribió a Fernando pidiéndole que no saliera de los reinos de Castilla, pues tan bien había sabido sosegarlos, y que no la desamparase a ella, ya que era su hija. Pero el correo que debía entregar la carta a Fernando traicionó el plan: huyó a Tréveris y puso la misiva en manos de Felipe. La corte de Flandes reaccionó inmediatamente. Lope de Conchillos fue apresado y sometido a tortura. Juana debió firmar otra carta, destinada a Fernando, en la que afirmaba que su estado de salud era bueno, que sus apasionamientos no tenían otra causa que unos celos semejantes a los que su misma madre, la Reina Católica, había padecido por causa de don Fernando, pero que esto no era motivo suficiente para desconfiar de Felipe. Decía, en fin, que "no había yo de quitar al rey mi señor, mi marido, la gobernación de los reinos y de todos los del mundo que fuesen míos, ni le dexaría de dar todos los poderes que yo pudiere".
En la oposición de los partidos mencionados no sólo se enfrentaban dos ideales políticos. Era también un conflicto de signo social y económico, y es triste pensar que cada uno de los dos partidos montó su respectiva ofensiva sobre una dolorosa realidad humana: el estado mental de Juana.
¿Qué se sabe de cierto sobre la locura de la desgraciada reina? Está fuera de duda la anormalidad psíquica de Juana. Su abuela, la madre de Isabel la Católica, también había sido una enferma mental. Ya antes de su locura era una personalidad cargada de rasgos psicopáticos que se intensificaron en el momento del puerperio, abocándola a una psicosis depresiva que terminó en demencia durante su estancia en Arévalo. Por su parte, doña Juana padecía una esquizofrenia que se reveló antes de casarse por múltiples trastornos de índole afectiva; se hizo más manifiesta después del matrimonio por un delirio de celos; se complicó con ideas paranoides cuando sus padres intentaron retenerla en Castilla y acabó con su encierro en Tordesillas con una triste fase de catatonia y negativismo. La "locura de amor" que se le atribuye vulgarmente a Juana no sería, pues, más que la definición romántica de una de las fases que atravesó su mal. Por otra parte, no hay suficientes pruebas para creer que su locura no fuese más que un invento de sus padres para evitar que reinase en Castilla una mujer que se hizo sospechosa de herejía, a raíz de la crisis religiosa que experimentó al ir a vivir a Flandes. Sin entrar en discutir si los Reyes Católicos tuvieron o no semejantes intenciones, el hecho es que Juana no estaba habitualmente en condiciones de asumir la responsabilidad que la corona había puesto sobre su débil cabeza.
Felipe, que en otros tiempos había esgrimido la locura de Juana como pretexto para recluirla y desembarazarse de ella, ahora se erigió en propagandista de su cordura. Si la reina estaba sana, no había razón para que Fernando se empeñara en gobernar Castilla. El rey Católico debería, pues, retirarse a sus reinos y dejar sitio libre a su hija; en realidad, a Felipe y a sus consejeros. Fernando, con astucia, trazó un plan mucho más hábil: para atraerse a los que creían en la locura de Juana, le bastaba con dar publicidad a los testimonios que la certificaban. Para convencer a los que la imaginaban cuerda, encargó a su agente Lope de Conchillos que obtuviera de Juana una carta en la que confirmara a su padre como gobernador de Castilla. Y así ocurrió. Juana escribió a Fernando pidiéndole que no saliera de los reinos de Castilla, pues tan bien había sabido sosegarlos, y que no la desamparase a ella, ya que era su hija. Pero el correo que debía entregar la carta a Fernando traicionó el plan: huyó a Tréveris y puso la misiva en manos de Felipe. La corte de Flandes reaccionó inmediatamente. Lope de Conchillos fue apresado y sometido a tortura. Juana debió firmar otra carta, destinada a Fernando, en la que afirmaba que su estado de salud era bueno, que sus apasionamientos no tenían otra causa que unos celos semejantes a los que su misma madre, la Reina Católica, había padecido por causa de don Fernando, pero que esto no era motivo suficiente para desconfiar de Felipe. Decía, en fin, que "no había yo de quitar al rey mi señor, mi marido, la gobernación de los reinos y de todos los del mundo que fuesen míos, ni le dexaría de dar todos los poderes que yo pudiere".
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