Ante el peligro de anarquía que amenazaba Castilla, los partidos rivales se reconciliaron apresuradamente y acordaron aceptar la autoridad de un consejo de regencia, cuyo presidente había de ser Cisneros. Lo primero que hizo el arzobispo de Toledo fue enviar un mensajero a Fernando, rogándole que volviera a Castilla. Fernando y su cortejo se hallaban a la sazón en Portofino cuando le llegó, junto con la noticia de la muerte de Felipe, el ofrecimiento de Cisneros. El rey aceptó, y a la vuelta de correo dio poderes a cisneros para que gobernase el reino hasta que él regresara de Nápoles.
Sin pérdida de tiempo, Cisneros acometió la difícil tarea de meter en cintura a la nobleza, que, aprovechando las circunstancias, andaba sembrando la anarquía en el país. Los más exaltados y los que más se habían comprometido en la lucha contra Fernando trataron de impedir su regreso, proclamando rey a Fernando, el niño que Juana había dado a luz en 1502 en Alcalá de Henares, cuando vino a España con Felipe para ser jurada heredera. Si no llga a ser por la firmeza de su ayo, el clavero de Calatrava, y porque los vecinos de Valladolid acudieron a impedirlo con las armas en la mano, el niño habría sido secuestrado y proclamado rey. Al fracasar este intento, el partido flamenco acudió entonces a Maximiliano de Austria, ofreciéndole gobernar Castilla como regente y tutor de Carlos, el heredero legítimo de la corona; pero tampoco estas gestiones fructificaron.
Otros nobles hubo que reclutaron sus propias tropas, como si todavía estuviesen en plena Edad Media. Las violencias no tardaron en estallar. Menudearon las venganzas personales; los agraviados por la depuración antifernandina se tomaron la justicia por su mano. Así, por ejemplo, la marquesa de Moya, modelo de mujer intrépida y batalladora, recuperó con sus tropas el alcázar de Segovia. El duque de Medina-Sidonia trató de apoderarse de Gibraltar. En Úbeda, Medina del Campo, Ávila y Toledo se despedazaban mutuamente los grupos rivales.
A la crisis política se unió la catástrofe económica. El hambre y la peste, que venían apareciendo regularmente en Castilla desde años atrás, se manifestaron aquel año con una inusitada virulencia e intensidad. Las crónicas contemporáneas hablan de las gentes que morían de hambre, de turbas de mendigos, hombres, mujeres y niños que vagabundeaban por campos y ciudades pordioseando un mendrugo de pan. Y al hambre, como decimos, se le unió la peste.
Dominando sobre aquel fantasmagórico escenario de guerras, hambres y epidemias, una trágica figura se movía ajena a cuanto sucedía a su alrededor: la reina Juana, a quien la muerte de su esposo hizo caer en el abismo de la demencia. La reina estaba convencida de que su marido sólo había muerto en apariencia, y que de un momento a otro volvería a la vida. Mientras residió en Burgos, Juana acudía con frecuencia a la Cartuja de Miraflores, donde había dejado el cuerpo de Felipe hasta su definitivo traslado a Granada, ya que había dispuesto reposar junto a su suegra Isabel. Allí hacía que le abriesen el ataúd, y se pasaba las horas muertas contemplando ensimismada el cadáver. Cuando la peste se declaró en la ciudad, la reina se puso en camino hacia Tordesillas, huyendo del contagio. Viajaban de noche, porque, como decía la reina, no estaba bien viajar a la luz del sol, una vez que había perdido el sol de su esposo. La llevaban en una silla de manos, detrás de una carroza negra tirada por cuatro caballos, donde iba el féretro con la momia de Felipe. En la comitiva no iba más mujer que la reina. En su locura, sentía celos de cualquier mujer que se acercara al cortejo, temiendo que le fuera a arrebatar a su esposo. Se cuenta que una vez se detuvo el cortejo en un convento de monjas; la reina, al oírlas cantar, ordenó huir de allí inmediatamente, recelando de que aquellas mujeres le robaran el cadáver de Felipe.
Sin pérdida de tiempo, Cisneros acometió la difícil tarea de meter en cintura a la nobleza, que, aprovechando las circunstancias, andaba sembrando la anarquía en el país. Los más exaltados y los que más se habían comprometido en la lucha contra Fernando trataron de impedir su regreso, proclamando rey a Fernando, el niño que Juana había dado a luz en 1502 en Alcalá de Henares, cuando vino a España con Felipe para ser jurada heredera. Si no llga a ser por la firmeza de su ayo, el clavero de Calatrava, y porque los vecinos de Valladolid acudieron a impedirlo con las armas en la mano, el niño habría sido secuestrado y proclamado rey. Al fracasar este intento, el partido flamenco acudió entonces a Maximiliano de Austria, ofreciéndole gobernar Castilla como regente y tutor de Carlos, el heredero legítimo de la corona; pero tampoco estas gestiones fructificaron.
Otros nobles hubo que reclutaron sus propias tropas, como si todavía estuviesen en plena Edad Media. Las violencias no tardaron en estallar. Menudearon las venganzas personales; los agraviados por la depuración antifernandina se tomaron la justicia por su mano. Así, por ejemplo, la marquesa de Moya, modelo de mujer intrépida y batalladora, recuperó con sus tropas el alcázar de Segovia. El duque de Medina-Sidonia trató de apoderarse de Gibraltar. En Úbeda, Medina del Campo, Ávila y Toledo se despedazaban mutuamente los grupos rivales.
A la crisis política se unió la catástrofe económica. El hambre y la peste, que venían apareciendo regularmente en Castilla desde años atrás, se manifestaron aquel año con una inusitada virulencia e intensidad. Las crónicas contemporáneas hablan de las gentes que morían de hambre, de turbas de mendigos, hombres, mujeres y niños que vagabundeaban por campos y ciudades pordioseando un mendrugo de pan. Y al hambre, como decimos, se le unió la peste.
Dominando sobre aquel fantasmagórico escenario de guerras, hambres y epidemias, una trágica figura se movía ajena a cuanto sucedía a su alrededor: la reina Juana, a quien la muerte de su esposo hizo caer en el abismo de la demencia. La reina estaba convencida de que su marido sólo había muerto en apariencia, y que de un momento a otro volvería a la vida. Mientras residió en Burgos, Juana acudía con frecuencia a la Cartuja de Miraflores, donde había dejado el cuerpo de Felipe hasta su definitivo traslado a Granada, ya que había dispuesto reposar junto a su suegra Isabel. Allí hacía que le abriesen el ataúd, y se pasaba las horas muertas contemplando ensimismada el cadáver. Cuando la peste se declaró en la ciudad, la reina se puso en camino hacia Tordesillas, huyendo del contagio. Viajaban de noche, porque, como decía la reina, no estaba bien viajar a la luz del sol, una vez que había perdido el sol de su esposo. La llevaban en una silla de manos, detrás de una carroza negra tirada por cuatro caballos, donde iba el féretro con la momia de Felipe. En la comitiva no iba más mujer que la reina. En su locura, sentía celos de cualquier mujer que se acercara al cortejo, temiendo que le fuera a arrebatar a su esposo. Se cuenta que una vez se detuvo el cortejo en un convento de monjas; la reina, al oírlas cantar, ordenó huir de allí inmediatamente, recelando de que aquellas mujeres le robaran el cadáver de Felipe.
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