En el año 330 antes de Cristo, Roma poseía un territorio propio de unos 6000 km cuadrados, adquirido a costa de los etruscos, volscos y ecuos derrotados por ella y sus aliados. Además, controlaba otro de similar extensión mediante colonias propias estratégicamente situadas y ciudades aliadas. En total, la población rondaría los 800.000 habitantes. 50 años más tarde, en el 283, la federación romano-itálica nacida de la alianza de Roma con otras muchas ciudades de la Península que reconocían su hegemonía, tenía ya una extensión de 80.000 km cuadrados y más de 3.000.000 de habitantes, con lo que se convertía en la cuarta potencia mediterránea, después de Cartago, Egipto y Siria.
A los 15 años, todos los territorios griegos del sur de Italia ya habían sido absorbidos por Roma. En el 278, el tratado con Cartago del que ya hablamos, había perfilado las respectivas áreas de ifluencia de ambas potencias, quedando Sicilia para Cartago y el sur de Italia para Roma. Sin embargo, la República Romana no respetó los acuerdos y en el 264 se apoderó de Messina dando así comienzo a la primera guerra púnica de la que también hemos hablado en otra ocasión y cuyo desenlace nos es, pues, conocido.
El órgano supremo de la República romana era el Senado, compuesto originariamente por los jefes patricios y, posteriormente, por aquellas personas que habían ejercido alguna magistratura dentro del Estado. Designados a partir del año 325 a. de C. el número de senadores ascendía a 300 elegidos por los censores, de los que hablaremos más adelante. Aunque teóricamente cualquier ciudadano podía ehercer los más altos cargos del Estado y, en consecuencia, entrar a formar parte del Senado al expirar su mandato, la realidad era que sólo los ricos tenían acceso a ellos. Las causas eran diversas: en primer lugar, los funcionarios no recibían ninguna retribución económica por su trabajo. Además, estaban obligados por la costumbre a llevar un tren de vida proporcionado a su dignidad; algunos cargos incluso llevaban aneja la obligación de atender a los gastos de festejos, obras públicas y juegos (entre otros). Así pues, los económicamente débiles quedaban automáticamente excluidos y sólo los nobilitas (la nobleza), es decir, los grupos de ricos vinculados por lazos de parentesco, podían ocupar las principales magistraturas y ejercer el poder efectivo.
Cuidadosas estadísticas han establecido que sólamente 26 de estas familias acapararon el poder entre los siglos III y II, como por ejemplo la Gens Cornelia, que proporcionó 23 cónsules a la República, o la Gens Aemilia, que acaparó 11 veces el mismo cargo; los Fabios, 9 veces, los Fulvios, 10, y así... Y esta nobleza basaba su poderío económico en la explotación esclavista de sus grandes latifundios agrarios.
Al Senado correspondía declarar, si era necesario, el estado de sitio, dando poderes especiales a los cónsules, o el estado de guerra, nombrando un dictador. El Senado dirigía ordinariamente la administración, las finanzas del Estado, el culto, y además se encargaba de preparar los proyectos de ley y propuestas que correspondía aprobar a la asamblea del pueblo.
La Asamblea Popular evolucionó a lo largo de la historia de la República según lo exigieron las circunstancias. Al principio formaban parte de las asambleas únicamente los patricios, que votaban en ellas por curias; de ahí que se les diera el nombre de Comitia curiata. Al mismo tiempo, los plebeyos se reunían por separado en otras asambleas que trataban sobre los asuntos que les afectaban: eran los Comitia Plebis. Al principio sus decisiones (o plebiscitos) sólo obligaban a los plebeyos, pero posteriormente adquirieron fuerza de ley, obligatoria para todos los ciudadanos, patricios y plebeyos. Desde entonces cualquier ciudadano podía participar en ellas, votando cada uno según la tribu, rural o urbana, en que estaba encuadrado.
A los 15 años, todos los territorios griegos del sur de Italia ya habían sido absorbidos por Roma. En el 278, el tratado con Cartago del que ya hablamos, había perfilado las respectivas áreas de ifluencia de ambas potencias, quedando Sicilia para Cartago y el sur de Italia para Roma. Sin embargo, la República Romana no respetó los acuerdos y en el 264 se apoderó de Messina dando así comienzo a la primera guerra púnica de la que también hemos hablado en otra ocasión y cuyo desenlace nos es, pues, conocido.
El órgano supremo de la República romana era el Senado, compuesto originariamente por los jefes patricios y, posteriormente, por aquellas personas que habían ejercido alguna magistratura dentro del Estado. Designados a partir del año 325 a. de C. el número de senadores ascendía a 300 elegidos por los censores, de los que hablaremos más adelante. Aunque teóricamente cualquier ciudadano podía ehercer los más altos cargos del Estado y, en consecuencia, entrar a formar parte del Senado al expirar su mandato, la realidad era que sólo los ricos tenían acceso a ellos. Las causas eran diversas: en primer lugar, los funcionarios no recibían ninguna retribución económica por su trabajo. Además, estaban obligados por la costumbre a llevar un tren de vida proporcionado a su dignidad; algunos cargos incluso llevaban aneja la obligación de atender a los gastos de festejos, obras públicas y juegos (entre otros). Así pues, los económicamente débiles quedaban automáticamente excluidos y sólo los nobilitas (la nobleza), es decir, los grupos de ricos vinculados por lazos de parentesco, podían ocupar las principales magistraturas y ejercer el poder efectivo.
Cuidadosas estadísticas han establecido que sólamente 26 de estas familias acapararon el poder entre los siglos III y II, como por ejemplo la Gens Cornelia, que proporcionó 23 cónsules a la República, o la Gens Aemilia, que acaparó 11 veces el mismo cargo; los Fabios, 9 veces, los Fulvios, 10, y así... Y esta nobleza basaba su poderío económico en la explotación esclavista de sus grandes latifundios agrarios.
Al Senado correspondía declarar, si era necesario, el estado de sitio, dando poderes especiales a los cónsules, o el estado de guerra, nombrando un dictador. El Senado dirigía ordinariamente la administración, las finanzas del Estado, el culto, y además se encargaba de preparar los proyectos de ley y propuestas que correspondía aprobar a la asamblea del pueblo.
La Asamblea Popular evolucionó a lo largo de la historia de la República según lo exigieron las circunstancias. Al principio formaban parte de las asambleas únicamente los patricios, que votaban en ellas por curias; de ahí que se les diera el nombre de Comitia curiata. Al mismo tiempo, los plebeyos se reunían por separado en otras asambleas que trataban sobre los asuntos que les afectaban: eran los Comitia Plebis. Al principio sus decisiones (o plebiscitos) sólo obligaban a los plebeyos, pero posteriormente adquirieron fuerza de ley, obligatoria para todos los ciudadanos, patricios y plebeyos. Desde entonces cualquier ciudadano podía participar en ellas, votando cada uno según la tribu, rural o urbana, en que estaba encuadrado.
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