Se ha censurado con frecuencia a Fernando el Católico la conducta seguida por él con Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán. Mas para juzgarla debidamente sería preciso un análisis minucioso de procedimientos, hechos y detalles.
De lo que no hay duda es de que a los posibles desaires que el rey Católico hiciera a su conquistador, éste le correspondió siempre con lealtad inquebrantable.
Cierto día, paseando por la calle principal de Nápoles el rey Fernando el Católico, llevaba a su derecha al Gran Capitán y a su izquierda al duque de Térmoli. Detrás iba un grupo de caballeros escoltándolos. En ventanas y puertas la gente se arracimaba presenciando, en silencio, cómo caminaban el monarca y sus acompañantes. De pronto, al cruzar el rey y los suyos ante la casa de un barbero cirujano, apareció ante ellos, arrastrando por los cabellos a dos mozas de trece y catorce años, y blandiendo en la mano izquierda un cuchillo, mientras gritaba:
-Gran Capitán, si para ser tú rey es necesario, cortaré las cabezas a estas dos hijas solas que tengo.
Alargó el brazo Gonzalo de Córdoba, y de un golpe hizo soltar el cuchillo de la mano del barbero a quien se llevaron detenido los soldados, entre gran revuelo y alboroto.
Y cuando a la mañana siguiente estaba ya en el asano el cirujano, para llevarle a ahorcar, le perdonó el rey. Liberal sin límites, el Gran Capitán gastaba como un monarca, y sus muebles, vestidos y mesa eran del mayor gusto y elegancia. Su hermano, desde Córdoba, le recomendaba que moderase sus gastos, a fin de no llegar a ser objeto de las burlas de los mismos que le aplaudían.
A lo que Gonzalo contestaba:
-No me quitarás, hermano mío, este deseo que me alienta de dar honor a nuestro nombre y distinguirse. Tú me amas y no consentirás que me falten medios para conseguir mis deseos. Ni el Cielo faltará tampoco a quien busca su elevación por tan laudables caminos.
Gonzalo de Córdoba pasaba muchas veces frente a la puerta dela casa de dos doncellas, hijas de un pobre escudero, de las cuales mostraba estar aficionado por ser en extremo hermosas. Pareciéndole al padre de las mozas que se le presentaba la ocasión para remediar sus necesidades, visitó al Gran Capitán y le suplicó le proveyese de algún cargo fuera de la ciudad, más remunerado. Entendiendo don Gonzalo que el escudero lo hacía por dejar, con tal pretexto, la casa desocupada y sin vigilancia, para que él pudiese entrar libremente, le preguntó:
-¿Qué gente dejáis en vuestra casa?
-Señor, dos hijas doncellas -respondió el otro.
-Esperad aquí, que os sacaré la provisión.
Y dándole dos pañuelos, cada uno de ellos conteniendo mil ducados, agregó:
-Aquí tenéis la provisión; casad luego, con esto que os doy, a vuestras hijas. Y en lo que toca a vos, yo tendré cuidado de proveerlo.
El Gran Capitán era dadivoso en extremo. Recompensó con extraordinaria liberalidad a sus compañeros de armas, entre los cuales figuraban el forzudo García de Paredes y el hábil ingeniero Pedro Navarro, a los que regaló territorios como si fueran suyos.
Todo esto sirvió para que sus enemigos y los maledicentes envidiosos abrieran brecha culpándole incluso de malversador de los fondos públicos. Se cuenta que, enterado el rey don Fernando el Católico de los territorios que tan liberalmente regalaba el Gran Capitán a sus compañeros, exclamó:
-¿Qué importa que Gozalo haya ganado para mí un reino, si lo reparte antes de que llegue a mis manos?
Y enojado por ello el monarca español, y sabedor de que el rey de Francia y otros príncipes italianos habían hecho proposiciones al Gran Capitán para que se pasara a su servicio, marchó a Nápoles y mal aconsejado exigió al conquistador de aquel reino las cuentas de su administración.
Gonzalo de Córdoba no se inmuto al oír semejantes cosas:
-Mañana -dijo- presentaré mis libros, y veremos que no soy yo sino el fisco, quien sale alcanzado.
Y, según refiere la leyenda, pues no se ha encontrado testimonio que lo confirme, al día siguiente presentó unas partidas extravagantes e hiperbólicas, que se han hecho proverbiales y se conocen con el nombre de "Cuentas el Gran Capitán", cuya lectura avergonzó al rey:
He aquí algunas de dichas partidas:
-200.736 ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas españolas.
-Cien millones en picos, palas y azadones.
-Cien mil ducados en pólvora y balas.
-Diez mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres de los enemigos tendidos en el campo de batalla.
-170.000 ducados en poner y renovar campanas destruidos con el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias conseguidas sobre el enemigo.
-50.000 ducados en aguardiente para las tropas un día de combate.
-Un millón en sufragios y Te Deum al Todopoderoso.
-Tres millones en sufragios por los muertos.
-700.494 ducados en espías.
-Cien millones por mi paciencia y escuchar, ayer, que el rey pedía cuentas al que le ha regalado un reino.
El rey Don Fernando compendió que el Gran Capitán trataba de darle una merecida lección.
-No se hable más de ello .dijo- por ser negocio "muy infame al rey".
Y aunque los envidiosos y malos consejeros palidecían de rabia nadie volvió referirse a tales cuentas delante del monarca.
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